X CONGRESO INTERNACIONAL DE ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA
Teruel, 14-17 de Septiembre de 2010
MENTE Y CUERPO.
PARA UNA ONTOLOGÍA DEL SER HUMANO
COMUNICACIONES
Sección comunicaciones 2A
“El problema de lo mental en la Antropología”
Coord.: Vicente Sanfélix (Universitat de València).
19,30 h. – 21,30 h.
Sala de Juntas Vicerrectorado
Sebastián Gámez (Universidad de Málaga)
¿Puede el
cuerpo humano ser descrito en términos fisiológicos y zoológicos? ¿Pueden los
procesos mentales –como sentir, pensar, recordar, creer- ser descritos en
términos neurocientíficos? ¿Puede ser descrito eso que ambigua y problemáticamente
se ha dado en llamar “naturaleza humana”[1]
por medio de nuestro genoma, tal como ha argumentado Jesús Mosterín[2]?
A lo largo de este ensayo procuraré ofrecer una respuesta razonada a estas y
otras preguntas con el fin de poner de manifiesto lo que a mi parecer es un
salto abismal entre el cuerpo y la mente descrita por las llamadas ciencias
naturales y el cuerpo y la mente descrita por las llamadas ciencias sociales o
humanas. Ni que decir se tiene que dentro de estas ciencias existirán sin duda
visiones distintas, distantes, opuestas y contrapuestas, mas entiendo que no es
ni momento ni ocasión de unos análisis tan detallados y minuciosos que, además
de desbordarme, me alejarían de los fines que me he propuesto aquí. Entre esos fines se encuentra señalar
una dificultad, si no impedimento metodológico, para disponer de una visión
unitaria o, cuando menos, suficientemente articulada del cuerpo y los procesos
mentales para una ontología humana, con el fin de contribuir a una paulatina y
progresiva mejora, ya sea en tratamientos médicos, psicológicos, psiquiátricos,
neurológicos o como quiera que sean. Vaya por delante, dicho sea de paso, que
no me siento ni del lado de las ciencias sociales ni del lado de las ciencias
naturales, sin que por ello tenga que ser, cosa que en rigor me temo que es
imposible, ecuánime o imparcial; más bien me gustaría sentirme próximo a eso
que Stephen Jay Gould denominó “miembro de la antigua y universal República de
las Letras”, donde estarían por igual, por mencionar algunas insignes figuras,
tanto Aristóteles, Descartes, Kant o Russell como Galileo, Newton, Darwin,
Freud y Einstein. 2) “Que la
fisiología y la química puedan investigar al ser humano en calidad de
organismo, desde la perspectiva de las ciencias humanas, no prueba en modo
alguno que eso “orgánico”, es decir, en el cuerpo científicamente explicado,
resida la esencia del hombre”[3].
¿Cuántos de nosotros estamos de acuerdo o en desacuerdo con estas palabras que
Heidegger escribe al comienzo de Carta
sobre el Humanismo? Actualmente, con el auge de lo biología y otras ramas
afines (genética, epigenética…), que ocupan, en cuanto a descubrimientos y
expectativas despertadas, semejante espacio al que ocupaba la física en las
primeras décadas del siglo pasado, parece difícil que no atribuyamos la esencia
de lo humano a su componente genético. Al fin y al cabo, ¿no es este el que nos
hace seres humanos y no, en cambio, perros o burros? Pero se advierte en
seguida que no es lo mismo ser un ser humano en cuanto a disposiciones
naturales y potencia que adquirir humanidad[4],
salvo que para adquirir dicha humanidad, que nunca se alcanza del todo[5],
es necesario hacerlo sobre esa estructura biológica. En su respuesta a la carta
de Heidegger, Peter Sloterdijk vuelve a recordarnos que para éste “la esencia
del hombre jamás se puede expresar completamente a partir de una perspectiva
zoológica o biológica”[6].
¿Acaso incurriríamos con ello en una reducción de lo humano? ¿Y hasta qué punto
el hecho de percibirlo como reduccionismo no es tributario de una concepción
antropomórfica? Claro que el antropomorfismo, si bien podemos distanciarnos en
una escala de grados, como tengo para mí que lo han venido haciendo numerosas
disciplinas científicas y aun artísticas[7],
acaba siendo ineludible, puesto que no se puede prescindir de la percepción
humana, ya sea para crear arte como para comprobar un experimento científico. Pero
Ortega y Gasset, al que tantas veces se ha acusado de ir detrás de Heidegger,
parecía haberse anticipado: “(…) todos los estudios naturalistas sobre el
cuerpo y el alma no han servido para aclararnos nada de lo que sentimos como más
estrictamente humano, eso que llamamos cada cual su vida (…) Lo humano se
escapa a la razón físico-matemática como el agua por una canastilla”[8].
¿Por qué razón se escapa? ¿Porque la descripciones de la física, de las matemáticas,
de la química así como de la biología no alcanzan a decir lo que de humano hay
en el ser humano o más bien porque existe cierta inconmensurabilidad entre las
descripciones que nos pueden proporcionar estas ciencias y aquellas otras que
nos pueden ofrecer las llamadas a menudo despectivamente ciencias humanas o
sociales? Podríamos aceptar, en efecto, que la naturaleza humana reside en la
especie humana y, a su vez, ésta descansa en el genoma humano. ¿No es éste,
repito, el que a fin de cuentas da lugar a las condiciones de posibilidad del
ser humano? Y, sin embargo, dicho genoma humano, aun dando lugar a las
condiciones de posibilidad del ser humano, ¿da cuenta del ser humano en su
debida complejidad o, por el contrario, incurre en un reduccionismo
cientificista? Según Ortega y Gasset “para averiguar la razón de nuestro ser o,
lo que es igual, por qué somos como somos”, en definitiva, “para comprender
algo humano, personal o colectivo, es preciso contar una historia”[9].
Respuesta, por cierto, que no anda muy lejos de uno de los discípulos más
sutiles de Heidegger, Hannah Arendt: “Mediante la acción y el discurso, los
hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única y personal identidad
y hacen su aparición en el mundo humano, mientras que su identidad física se
presenta bajo la forma única del cuerpo y el sonido de la voz, sin necesidad de
ninguna actividad propia. El descubrimiento de “quién” en contradicción al “qué”
es alguien –sus cualidades, dotes, talento y defectos que exhibe u oculta-
está implícito en todo lo que ese alguien dice y hace”[10].
De ahí que los seres humanos posean la imperiosa necesidad de narrar, contar,
que en certera definición de Arendt, “es buscar cómo decir el quién de la acción”.
Como se apreciará, Arendt sitúa en la acción y el discurso, ámbitos de libertad
o, cuando menos, donde nos desenvolvemos “como si” fuéramos libres –luego
volveré sobre este asunto-, aquello que nos hace aparecer en el mundo humano
como humanos y, por consiguiente, nos dota de una identidad que no tenemos por
naturaleza ni por genética, sino que vamos dibujando a medida que vamos
existiendo. En el primer capítulo, exponiendo una razón de por qué es
preferible hablar de condición humana en vez de naturaleza humana, anota: “Resulta
muy improbable que nosotros, que podemos saber, determinar, definir las
esencias naturales de todas las cosas que nos rodean, seamos capaces de hacer
lo mismo con nosotros mismos, ya que eso supondría saltar de nuestra propia
sombra. Más aún, nada nos da derecho a dar por sentado que el hombre tiene una
naturaleza o esencia en el mismo sentido que otras cosas. Dicho con otras
palabras: si tenemos una naturaleza o esencia, sólo un dios puede conocerla y
definirla, y el primer requisito sería que hablara sobre un “quién” como si
fuera un “qué”[11]. ¿No
podemos saltar de nuestra propia sombra? ¿No podemos describirnos en términos físico-químico
y biológicos? Pero, a pesar de ello, sentimos que una parte de nosotros, no sé
si más o menos importante, mas a buen seguro la que más nos importa a nosotros –salvo
que no sería como es sin el armazón biológico-, quedaría sin haber sido
descrita apenas, cuando uno tiene la impresión de que nos identificamos, por
encima del otro, con este juego de lenguaje más propio y afín a las ciencias
sociales o humanas que a las ciencias naturales. ¿O es que acaso, cuando somos
conscientes de “nuestros” procesos mentales, sea un sentimiento o un
pensamiento, nos lo representamos y nos auto-comprendemos y nos
auto-interpretamos en términos de neuronas, neurotransmisores y sinapsis? Más
bien, en cambio, nos decimos: “siento X”; “pienso Y”. Y es de esta forma
intuitiva tal como nos acostumbramos a comprender y a interpretar, con más o
menos dificultades y equívocos. Y al decir que nos acostumbramos a comprender y
a interpretar en estos términos no quiero decir, obviamente, que lo haya sido
en todo tiempo, ni mucho menos que deba seguir siéndolo; sino que, aun estando
sujetos a continuas y casi imperceptibles redefiniciones de la realidad y de
nosotros mismos, será arduo que dejemos de comprendernos e interpretarnos en
estos términos en beneficio de otros más científicos pero con los que de
momento apenas nos identificamos y reconocemos, ya que tradicionalmente, hasta
hace poco, no hemos sabido del cuerpo y menos aún de la mente sino “de oídas”[12],
por cómo nos lo imaginábamos a partir de metáforas, si bien ese parece ser el
destino humano, ir definiéndose y redefiniéndose históricamente. A la afirmación
hecha por Arendt de acuerdo con la cual “nada nos da derecho a dar por sentado
que el hombre tiene una naturaleza o esencia”, se podría contestar con otra
pregunta: ¿Por qué no habría de tener el ser humano una naturaleza o esencia,
siendo como tantas otras especies, un animal? No se trata, al menos por ahora,
de una cuestión de iure –entiendo
que es una manera de expresarse-. Tampoco estoy seguro de que en el caso de que
tengamos una naturaleza o esencia, “sólo un dios pueda conocerla y definirla”. ¿Es
que acaso el ser humano no puede conocerse a sí mismo, tanto en un sentido,
digamos para distinguir, subjetivo y cultural como intersubjetivamente científico?
¿Cómo entonces ha llegado a poseer, por incompleto e imperfecto que todavía
sea, el conocimiento del genoma, por medio del cual puede que asistamos en los
años venideros a una “reinvención de lo humano”[13]?
Lo que sí me parece razonable y saludable es la resistencia filosófica, si no a
dar por sentado que el hombre tiene una naturaleza o esencia”, cuando menos sí
que a toda ella pueda ser descrita en
términos biológicos. ¿No equivaldría esto a reducir lo humano a una de sus
composiciones, quizás esencial, pero no la única y ni siquiera la más
significativa? En esto Arendt sí parece acertar de nuevo: el ser humano no
puede definirse en el sentido de que no puede limitarse. ¿Surgen tal vez de aquí
sus resistencias a trazar una naturaleza humana? No pocos de esos límites con
los que se podría definir al ser humano, ¿no acabarían viéndose traspasados? ¿Acaso
existe un impulso más humano, para decirlo con Ernst Bloch, que traspasar lo
que existe? Sin olvidar, con Nietzsche, que lo que tiene historia –y el
ser humano es, qué duda cabe, un animal histórico- no puede tener definición,
por eso las características definiciones antropológicas donde un restrictivo de
animal pretende señalar lo específicamente humano –animal racional o que
habla, animal político o social, en las definiciones clásicas de Aristóteles-
pudiendo ser más o menos iluminadoras, no pueden ser sino parciales e
inconclusas. 3)
Pero, ¿qué podría ocurrir si poco a poco esos juegos de lenguaje con los que
acostumbramos a interpretarnos van cediendo a favor de esos otros juegos de
lenguaje más recientes propios de
las ciencias hegemónicas (genética, epigenética, neurociencias…) de nuestro
tiempo? Se podría pensar, y es una postura que prefiero antes que el
catastrofista de turno que añora un pasado ideal que no existió salvo en sus sueños fundacionales, que,
al igual que en otras épocas, dejamos de auto-comprendernos y
auto-interpretarnos bajo ciertos juegos de lenguaje, actualmente se está
haciendo en beneficio de dichas ciencias hegemónicas, como si las únicas que
pulsaran verdades fueran ellas. Y no es que uno sienta nostalgia de términos
que empiezan a desaparecer de los vocabularios, como “alma” o “espíritu”, que
ocupaban un lugar esencial, sino que a pesar de reconocer que algunos atributos
o, mejor, auto-atributos humanos como la “libertad”, la “autonomía”, la “responsabilidad”,
la “voluntad”, el “sujeto” o el “yo”[14]
son ideales regulativos, es decir, fenómenos que en rigor no se cumplen a veces
ni habitualmente, pero que necesitamos para desenvolvernos en la vida
cotidiana, no podemos prescindir de ellos a riesgo no sólo de resquebrajar el
edificio jurídico y moral sobre el que se asienta la cultura occidental sino,
además, no sé hasta qué punto aquello que identificamos más comúnmente con lo humano.
A continuación quisiera analizar como botón de muestra algunos fragmentos
escogidos durante una entrevista a un divulgador científico[15],
bajo la sospecha de que algunos de esos conceptos anteriormente mencionados
(libertad, autonomía, responsabilidad, etc.) son puestos en tela de juicio sin
haberse demorado en las consecuencias prácticas que se podrían derivar de ello
o, dicho de otra manera, sin haber comprendido en su debida amplitud que no
podemos vivir ni convivir sin ciertas ficciones operativas que producen, en
expresión de un sociólogo, “efectos de realidad y efectos en la realidad”. A la
pregunta: “¿Puede hablarse del yo “consciente” como un artificio que no
reconoce el cerebro?” Responde: “Lo que llamamos “yo” no tiene ningún correlato
en el cerebro, por lo que se ha supuesto que es una ficción más”[16].
Aun siendo correcta, ¿era necesario aguardar al dictamen de la ciencia para
responder a esta cuestión? Desde hace más de un siglo, por no remontarnos a Hume,
sabemos por Nietzsche y poco después por el psicoanálisis de Freud que eso que
tradicionalmente llamamos “yo” y que a menudo asociamos a nuestra “identidad
personal” no es ni continuo, ni indivisible, ni el único faro, la única luz
consciente que nos guía; mas no por ello podemos prescindir en la vida
cotidiana ni de este ni de otros términos. Un poco más adelante, a partir de
los nuevos hallazgos y descubrimientos de las neurociencias, cuestiona el concepto
de libertad: “Experimentos relativamente recientes han mostrado que muy
probablemente la libertad o el libre albedrío es una ficción cerebral. Esto
quiere decir que el cerebro, como el resto del universo, está sometido a leyes
deterministas (…) Los experimentos apuntan a que el cerebro se activa cuando se
trata de realizar un acto voluntario mucho antes de que el sujeto tenga la
impresión subjetiva de que va a mover una extremidad. Por tanto, tanto el
movimiento como la impresión subjetiva de voluntad son resultados de esa actividad
inconsciente y no, como solemos creer, que la consciencia de voluntad es la
causa de todo el fenómeno. A esa impresión de libertad se la puede llamar “ficción
cerebral”[17].
Por lo que respecta a la primera parte de esta última cita, nada nos dice que
no nos hubiera dicho Einstein e, incluso antes, Spinoza, cuyo determinismo
anticipa en no pocos aspectos al de Einstein –salvo que entre el
determinismo postulado por Einstein y el indeterminismo postulado por
Heisenberg, se decanta por el primero, desatendiendo al segundo[18]-.
Y por lo que respecta a la segunda parte de la cita, el razonamiento es
impecable y, a buen seguro, correcto, y, sin embargo, ¿nos incapacita para
seguir hablando de libertad o, siendo más realista, ciertos márgenes de
libertad? Aún más, me atrevería a decir que si tanto existe como si no existe
la libertad, vivimos y actuamos “como si” fuéramos libres, y ese “como si”
produce “efectos de realidad y efectos en la realidad”. Mas basta con reconocer
y admitir la evidente finitud del conocimiento humano para sabernos, paradójicamente,
libres, pues desde que Laplace formulara su conocido argumento de la
inteligencia ilimitada parece como si contáramos con ese descomunal
conocimiento, cuando no deja de ser una ficción operativa, curiosamente como
las que se emplean en filosofía y literatura. Por otra parte, ¿cómo podría
afectar el progresivo dominio del vocabulario de las ciencias naturales a la
hora de auto-comprender y auto-interpretar emociones y, lo que parece más específicamente
humano, sentimientos? Quizá sea desmedido pedir, con Safranski, que “una
verdadera explicación del amor sólo es posible si es al mismo tiempo una
declaración de amor”. Esto sólo lo consigue la poesía, el arte y algunos
elevados momentos de esa filosofía que es también alta literatura perdurable,
como ciertos diálogos de Platón o no pocos pasajes de Nietzsche. Pero de ahí a
querer explicar el amor como una cuestión endocrinológica, por la segregación
de esa sustancia denominada
fenitetilamina, hay un trecho, por no decir un abismo. Algo similar sucede con
la melancolía[19], que ya no
tiene relación con nuestra existencia, con la forma de pensar que también somos
y el más o menos consecuente estilo de vida que se adopta, sino que desde que
ha pasado a denominarse “depresión”, ya sólo tiene relación con la falta de
serotonina. Safranski, por supuesto, no descalifica la validez de estas
investigaciones científicas; lo que cuestiona es que casi todos los
sentimientos y enfermedades psicológicas se puedan explicar únicamente como
funciones orgánicas desglosables en sus componentes bioquímicos. Con una
terminología que recuerda a una distinción conceptual del antropólogo Claude Lévi-Strauss,
Safranski llama a estas teorías, en contraposición a aquellas otras teorías que
describen un fenómeno y al mismo tiempo dan cuenta de él, teorías frías. ¿Contribuirá
esta progresiva tendencia a empobrecernos emocional y sentimentalmente o sólo a
desmitificar el excesivo romanticismo de ciertos sentimientos? Puede que ambas
cosas. Para ir concluyendo digamos que, sea como sea, 1) hay que permanecer
ciego para no advertir que existe una brecha, cuando no un salto abismal, entre
los procesos neuronales y el lenguaje simbólico desde el que conocemos de forma
perspectivística, parcial y falsable, la realidad, el lenguaje simbólico por el
que nos comunicamos e interactuamos entre los otros. 2) De modo que existe
cierta inconmensurabilidad entre los juegos de lenguaje con los que nos
describimos el cuerpo y la mente, juegos de lenguaje que coinciden
aproximadamente con las llamadas ciencias naturales y ciencias sociales o
humanas. 3) Por lo tanto, a) o bien se podría abrir una línea de investigación
hacia un horizonte donde se pueda fusionar el vocabulario de ambas ciencias, si
es que tales juegos de lenguaje son reconciliables o b) bien se reconoce que
eso que llamamos la condición humana no se puede describir por entero en términos
de las ciencias naturales, como parece pretender Jesús Mosterín al escribir que
“la lectura y comprensión del genoma acabará diciéndonos más acerca de nuestro
cuerpo y de nuestra mente, acerca de quiénes somos y de dónde venimos, que todo
lo que la ciencia ha logrado averiguar hasta ahora”[20].
Sino que para la identidad humana así como para hacernos una idea de cómo se
auto-comprende y auto-interpreta una cultura o un individuo no podemos
renunciar a la insustituible herencia de las ciencias sociales o humanas, aquí
sí más elocuentes y significativas.
[1] Es célebre que Ortega escribió: “el
hombre no tiene naturaleza, sino que tiene … historia”, en “Historia como
sistema”, Historia como sistema y otros
ensayos de filosofía. Madrid: Revista de Occidente, 1999, p. 48. Esta
conocida tesis de Ortega salió recientemente a escena a propósito de una nueva
discusión “sobre la naturaleza humana” entre Steven Pinker, uno de los
renovadores actuales del asunto, y Richard Rorty, quien no sólo cala más
hondamente el espíritu del texto de Ortega, sino también, a mi modo de ver, la
cuestión “sobre la naturaleza humana”. Esta discusión puede leerse en Claves de razón práctica, nº 167, pp.
58-68.
[2] J. Mosterín, La naturaleza humana. Madrid: Austral, 2008.
[3] M. Heidegger, Carta sobre el Humanismo. Trad. Helena Cortés y Arturo Leyte.
Madrid: Alianza, 2001, pp. 28-29.
[4] Sobre esta cuestión puede verse “La
humanidad en cuestión”, de F. Savater, en La
herencia ética de la Ilustración, Carlos Thiebaut (Ed.). Barcelona: Crítica,
1991, pp. 91-103.
[5] La razón por la que no se alcanza del
todo ese humanismo fue señalada por Heidegger en la mencionada carta: “En este
sentido, el pensamiento de Ser y tiempo está contra el humanismo, pero esta
oposición no significa que semejante pensar choque contra lo humano y favorezca
a lo inhumano, que defienda la inhumanidad y rebaje la dignidad del hombre.
Sencillamente, piensa contra el humanismo porque éste no pone la humanitas del
hombre a suficiente altura”, p. 38. Y tal es la razón, si no me equivoco, por
la que “todos los grandes pensadores –con excepción quizá del período “humanista”
de Sartre- han seguido una vía anti-humanista”, según ha argumentado Félix
Duque, Contra el humanismo. Madrid:
Abada, 2004, p. 62.
[6] P. Sloterdijk, Normas para el parque humano. Madrid: Siruela, 2001, p. 42.
[7] Interpretándola más como un diagnóstico
que como un pronóstico, qué es si no la reflexión de J. Ortega y Gasset
titulada La deshumanización de las artes,
cuando todavía no había aparecido la abstracción, en principio, la corriente más
alejada de cualquier forma de figuración. Mas por ser la corriente más alejada
de la figuración no deja de ser, mínima y esencialmente, como ya observara
Picasso, figurativa, puesto que no se puede, al menos de momento, prescindir de
la percepción humana, ya sea para pintar, ya sea para comprobar un experimento
científico.
[8] J. Ortega y Gasset, “Historia como
sistema”, en Historia como sistema y
otros ensayos de filosofía. Revista de Occidente: Madrid, 1999, pp. 26-27.
[9] J. Ortega y Gasset, op. cit., pp. 46-47.
[10] H. Arendt, La condición humana. Trad. Ramón Gil Novales. Barcelona: Paidós,
2005, pp. 208-209.
[11] H. Arendt, op. cit., p. 38.
[12] Hacia el umbral del siglo XX, escribe
Paul Valéry: “Las palabras forman parte de nosotros más que los nervios. No
conocemos nuestro cerebro sino de oídas”, Cuadernos
(1894-1945). Trad. Maryse Priva, Fátima Sainz y Andrés Sánchez Robayna.
Barcelona: Galaxia-Gutenberg-Círculo de Lectores, 2007, p. 124.
[13] J. Rifkin, El siglo de la biotecnología. Trad. Juan Pedro Campos. Barcelona:
Crítica, 1999, pp. 197-212.
[14] Algunos de estos conceptos, por cierto,
fueron demolidos por pensadores como Hume, Nietzsche o Freud, entre otros, lo
que parece corroborar que una de las funciones de la filosofía se encuentra,
tal como señalaran filósofos tan dispares como Russell y Heidegger, en
transformarse en otras ciencias. Por otro lado, me he ocupado brevemente de
algunos de estos conceptos en “Del sujeto, la libertad y la felicidad en el
horizonte de los modernos. Tres reflexiones a partir del diálogo entre Ágnes
Heller y Hannah Arendt”, recogido en el CD “La Filosofía de Ágnes Heller y su
diálogo con Hannah Arendt”, editado por Ángel Prior Olmos y Ángel Rivero Rodríguez.
[15] José Manuel Sánchez Ron, en un reciente
artículo (“Las ciencias más claras”, Babelia,
10/07/2010, p. 4) donde reivindicaba la divulgación científica, incluía a
Francisco J. Rubia entre los más destacados divulgadores científicos que
escriben en español, listado, por cierto, en el que brillaban más que notables
ausencias: Francois Jacob, Jacques Monod, Richard Lewontin, Richard Dawkins,
Daniel Dennet y Oliver Sacks, entre otros. Se advierte, pues, que toda selección,
esta vez casi sin excepciones, se compone de una serie de omisiones y énfasis.
[16] El
Cultural 15/05/2009, p. 49.
[17] El
Cultural 15/05/2009, p. 49.
[18] Una postura intermedia entre estas dos
es la de Erwin Schrödinger, cuando declara: “(i) Mi cuerpo funciona como un
mecanismo puro que sigue las leyes de la Naturaleza. (ii) Sin embargo, mediante
experiencia directa incontrovertible, sé que estoy dirigiendo sus movimientos,
cuyos efectos preveo y cuyas consecuencias pueden ser fatales y de máxima
importancia, caso en cual me siento y me hago enteramente responsable de ellas”,
¿Qué es la vida? Trad. Ricardo
Guerrero. Barcelona: Tusquets, 2008, p. 134. Lo que parece haberse descubierto
recientemente es que esa consciencia de que estoy
dirigiendo mis movimientos es una
ilusión, aunque nos parezca real. La postura de Schrödinger, aun pareciéndome
sabia, no deja de ser algo ingenua: “cuyos efectos preveo”, ¿hasta dónde? Pues
el conocimiento es finito y, por lo tanto, ¿cómo puedo entonces hacerme “enteramente
responsable de ellas”?
[19] Para este asunto es casi inevitable
sugerir la lectura de László F. Földenyi, Melancolía.
Trad. Adan Kovacsis. Barcelona: Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2008.
[20] Jesús Mosterín, op. cit., p. 160.