X CONGRESO INTERNACIONAL DE ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA
Teruel, 14-17 de Septiembre de 2010
MENTE Y CUERPO.
PARA UNA ONTOLOGÍA DEL SER HUMANO
COMUNICACIONES
Sección comunicaciones 5b
“La Escuela de Madrid y la trayectoria antropológica en el pensamiento español contemporáneo”
Coord. Jesús Díaz (UNED)
16,30 h. – 18,30 h.
Salón de Actos Vicerrectorado
Lucía Parente (Universitá de l’Aquila)
“Escuchad hermanos la
voz del cuerpo.
Esta habla del sentido de la tierra”
(F. Nietzsche[1])
“Es esencial mover el cuerpo y utilizarlo como hilo conductor.
Este es el fenómeno más rico que permite una observación más precisa. Creer en
el cuerpo está mejor fundado que creer en el espíritu”[2]:
estas palabras parecen el gesto teórico en el que se mueven algunas de las páginas
más sugestivas y fecundas de los fragmentos nietzscheanos.
Para el filósofo alemán la llamada del cuerpo –como inédita
dimensión antropológica y filosófica, contrariamente a la indicación platónica
de cuerpo-cárcel o a la referencia de
la glándula pineal de anclaje cartesiano–
es una creencia: es el acto de creer en el propio cuerpo como objeto de fe que
puede conducir a la locura, filósofos y poetas. Piénsese a la locura de
Nietzsche che exaltaba la corporeidad humana hasta el punto de arremeter duramente
contra todos los que no hubieran entendido la importancia.
“A quienes desprecian el cuerpo les quiero decir una cosa –
afirma Nietzsche – el cuerpo es una gran razón, una pluralidad con un solo
sentido. Un instrumento de tu cuerpo es incluso una ínfima razón, hermano, para
que llames a tu espíritu, un pequeño instrumento y un juguete de tu gran razón:
no dice “yo” pero sí hace “yo”.
El cuerpo, su capilar razón, constituye por tanto sea el principio
metódico, sea el ideal normativo del pensamiento nietzscheano. Y si Nietzsche recuerda a los filósofos
de su tiempo – y a nosotros hoy – que el cuerpo es nuestra gran razón,
mientras el espíritu es sólo un pequeño instrumento, un juguete en las manos
del cuerpo (el cual crece y se sublima a través de los sentidos y lo conduce a
transformarse en una obra de arte), los sentidos del hombre ¿cómo nos comunican
con el mundo? Y ¿cómo estos pueden favorecer a la escucha de aquella voz del
cuerpo que “habla del sentido de la tierra”?
Seguramente
de manera diferenciada, porque cada uno de los sentidos ofrece un tipo de conocimiento
de la realidad que otros no pueden dar. Esta realidad se caracteriza y viene
observada como tal a través de las percepciones sensoriales, según la visión
nihilística de Nietzsche, pero incluso
según aquel de san Agustín el cual, anunciando la propia experiencia de
fe, recurre a las acciones inherentes a los sentidos humanos, y de este modo
hace emerger los sentidos espirituales en donde escribe: “¡Oh Dios, me llamaste,
y tu grito laceró mi sordez; tu esplendor disipó mi ceguera; difundiste tu perfume
y respiré y te anhelé; gusté hasta tener hambre y sed; me tocaste y me quemé de
deseo de tu paz”[3]. Entonces el
hombre siente a través de los
sentidos y una enorme carga simbólica viene a insertarse sobre su ejercicio
sensorial. Siempre a través de los sentidos que el ser humano percibe, se
aleja, conceptualiza, discierne: todo nuestro conocimiento deriva de estos, la
más elementar como la más refinada, la más empírica como la más emotiva y/o
espiritual.
Sí, decir
“sentidos” significa evocar un cuerpo y una psique en función, un ser humano
vivo en la propia in-transmisibilidad,
unicidad, irrepetibilidad orteguiana, legada indisolublemente a la esfera anímica.
En efecto, en varios escritos de los primeros del Novecientos, el filósofo español
–en la estela del Existencialismo– reclama una revaloración del
hombre concreto, celebrando la vida humana en su espontaneidad radical. La fidelidad
a este hombre concreto impone un programa de rectificación cultural y una atención
reflexiva a la realidad inmediata del sujeto “en carne y hueso”; es un “trabajo
humanista” (salvación) que implica la
reabsorción de la vida humana (radical
realidad) en la esfera cultural. Ortega acoge en parte en su pensamiento el
irracionalismo que transparenta de las páginas nietzscheanas, pero el filosofar
en sus escritos es decididamente más apacible: critica el racionalismo, pero no
lo hace desde la otra orilla del irracionalismo. El filósofo español elabora
una razón vital que le permite
introducir la humanitas en las
radicales cuestiones di Nietzsche. Ortega –
como observa Gadamer – enseña a penetrar
la vitalidad como la racionalidad y a reconocer la razón en la vida, y por esto
ha leído correctamente a los signos del siglo XX, dando voces en su ópera filosófico-cultural.
La preferencia por el hombre concreto,
inmediato e individual, que vale como máxima de todo el pensamiento orteguiano, implica una sensibilidad
nueva, que dé voz a la “carne de las cosas”, a los cuerpos mantenidos durante
tiempo en silencio frente a las pretensiones absolutistas de la Idea.
El hombre
“en carne y hueso” encierra en sí la vida que antes de nada – añade Zambrano
– “busca su cuerpo, despegarse del cuerpo que ha llegado a tener, el cuerpo indispensable”[4]
y que tiene en sí una especie de
privilegio genético a la recepción sensorial que se reencuentra en los ritmos
del pulsar existencial donde se siente el ritmo del propio cuerpo, ese ritmo que
permite alojar las sintonías y disfonías de otros cuerpos (cercanos y lejanos) que
se perciben con el cuerpo-propio. Es la
escucha silenciosa que permite conocer lo que dice el cuerpo, como palpita el corazón, para empezar a lo largo
del sendero que permite a cada mujer y a cada hombre conocerse mejor[5].
Y sin dejar de ser un ser por la muerte (Heidegger), el hombre vive gracias a
la facultad receptiva sensorial para garantizar (y ser garantizado por) la
objetividad de los propios conceptos.
Sin embargo el sujeto de
la percepción ¿quién es? Indudablemente nuestro cuerpo, entendido como un aquí como lugar vital merleau-pontyano, es como decir un lugar en el que la
persona se revela a sí misma el aspecto dramático
del existir (considerado de este modo por Ortega) y no solamente como objeto ocupante
un espacio físico delimitado a uso relacional[6].
En las profundidades
invisibles de las células vivientes no reside una simple estructura gelatinosa,
toda empeñada al funcionamiento de las vidas elementales, sin embargo existen
figuras maravillosas, elegantes cristalinas, perfectas espirales, milagrosas
geometrías que componen la linfa vital de nuestra existencia. El material hereditario,
el celebrado DNA, es un lazo envuelto en una regular y larguísima hélice de medidas
constantes y perfectas. Incluso los virus son unos poliedros fieles a las reglas
de los pitagóricos. La armonía de la naturaleza comienza desde sus más secretas
y menudas estructuras, brota en las invisibles y se revela en la elegancia y en
la gracia de las formas visibles: finura que connota incluso el misterio de la
vida junto a la autenticidad del alma. Sin embargo ¿cómo comprender esta maravillosa
fuerza vital encerrada en un cuerpo biológico (que podremos imaginar como la llave
indispensable para las notas de un pentagrama)? y ¿en qué modo se expresa?
Según la reflexión orteguiana
sobre el hombre, “la energía vital acumulada en el subsuelo de nuestra
intimidad”[7],
es la linfa de vida que “nutre el resto de nuestra persona, y como linfa animadora
asciende a la veta nuestro ser”[8],
donde se funden lo somático y lo psíquico. Esta constituye “el alma carnal”, definida
así por el filósofo y como (a mi parecer) no podría ser mejor delineada si se
considera el cuerpo en su doble ambivalencia: de reserva infinita de signos (y
en cuanto tal no puede pretender aclarar su sentido último) y de expresividad
original o “apertura del universo del sentido”[9].
Ortega exalta esta misma ambivalencia en la definición de vitalidad que se compone de una esfera inter-corporal y de otra
extra-corporal, en cuanto el cuerpo humano es el único ente del universo del que
se tiene un doble conocimiento “formado
por noticias de orden completamente diverso. Lo conocemos, de hecho, por el
exterior como un árbol, un cisne, una estrella; pero, además, cada uno percibe
su cuerpo desde el interior, posee una presentación o visión interna”[10].
Este último, el Infra-cuerpo o “cuerpo psíquico”[11],
aparece de un modo importante para comprender la estructura de la persona y la
formación de su personalidad, confirmando, de este modo, la distinción fenomenológica
entre cuerpo objetivado por la
ciencia (que se ofrece a la búsqueda anatómica y fisiológica) y el cuerpo-propio enteramente vivido por la
unicidad creativa de la existencia humana.
Y si su esfera más
íntima resulta
ser el centro creativo de cada ser humano, entonces la primera relación espacio-temporal
que experimenta es con sí mismo; se realiza entre la esfera más íntima (el secreto
que cada hombre lleva consigo y que custodia con premura simmeliana y con un
trepidante temor a los ojos indiscretos de la realidad exterior) y la que
corresponde al espacio circunstante que comprende el aura o espacio
extra-corporal que constituye una especie de campo magnético, útil instrumento
de diálogo con el mundo. Allí donde la esfera de lo vivido inter-corporal se
une con la esfera de la receptividad fisiológica y la dimensión de las sensaciones
con las de las acciones significativas que el cuerpo entretiene con este, se crea
el campo perceptivo personal. La percepción es el resultado y el correlato de
una situación vivida globalmente, por tanto percibir es ver brotar desde una
constelación de datos un sentido inmanente.
Naturalmente, se adentra en un campo de difícil
interpretación, porque hablar del cuerpo – parafraseando el pensamiento
de Umberto Galimberti – no significa referirse a un objeto del mundo,
pero a esto que desencierra un mundo, el que se da cuenta acerca de la actuación,
o paralizado por la mirada del otro, o atrevido por un gesto, o inclinado por
el dolor, no es mi cuerpo, sino yo[12].
Asimismo la imagen del cuerpo-propio es una imagen dinámica no estática, donde convergen y se componen
los elementos táctiles, visivos,
musculares en una especie de sensibilidad difusa gracias a la que nosotros nos
sentimos vivir como la totalidad unitaria que aprieta
cada acción, unifica cada sensación, trayéndola a la unidad del ser. La experiencia
de nuestra corporeidad no es la experiencia de un objeto, pero aquel de nuestro
modo de vivir el mundo. En estas
reflexiones de Galimberti se ve claramente el eco del pensamiento de
Merleau-Ponty, quien en 1962 afirmaba que el cuerpo no encuentra sus propios límites
en la objetividad de una descripción anatómica sino que, mientras se va
formando en la materialidad de la carne, se enriquece de una multiplicidad de
significados. Así, nosotros recibimos sensaciones, impresiones táctiles, térmicas,
olfativas, visivas, auditivas y del gusto; pero, más allá de todo esto, está la
experiencia inmediata de la existencia de una unidad corpórea caleidoscópica que,
si es cierto que se percibe, resulta estar acompañada por un valor perceptivo que
vuelve a llamar a la imagen de nuestro cuerpo-vivido.
Existir
no es una pura y simple cosa en el mundo, en el que expiraría si se considerara
solamente como Körper, sino más bien es el único ente –privilegiado entre los demás– por el que se constituye algo como un mundo a partir de su ser-abierto en
las modalidades proyectuales.
El hombre vive en el cuerpo y con el cuerpo
sea su tiempo o su espacio construyendo su identidad como proyecto: es una criatura
carnal que da identidad a sí mismo y de sí mismo en la unidad dialéctica de
vitalidad-alma-espíritu, bien explicitada por Ortega en 1924. Cuerpo y existencia
coinciden en vivir siempre errantes
el mundo que desvela y esconde continuamente sus verdades.
Tal coincidencia es el estado de
bien-estar en el que el yo adhiere a su esquema dinámico corporal, dejándose
estar en la posibilidad de estar y
escuchándose vivir. Mientras el mal-estar es una forma de imposibilidad de estar[13],
un desequilibrio de la existencia: en el dolor me separo de mí y busco paradójicamente
en otro lugar la fuente de mi sufrimiento y evito cualquier posible unión con
el otro. Esta forma de malestar parece la descripción de un corte de la vida
cotidiana de la sociedad actual “liquido-moderna” –como la define Zygmunt
Bauman– caracterizada por su fragilidad extrema de los lazos humanos, desde
la “sensación de inseguridad que esta inculca y los deseos opuestos – estrechar
los lazos y mantenerlos aflojados – que genera una sensación tal”[14].
Así pues la raíz del malestar existencial –hoy más que ayer – está
señalada, por un lado por el frenesí del movimiento incesante que hace sufrir
al cuerpo y por otro lado, por la dificultad relacional humana que olvida al
otro de sí.
La prueba
de nuestra corporeidad hablante y agente,
que revela hoy su sufrimiento, se observa en su espectacularidad llena de
adrenalina para aparentar ser hermosos y estar en forma de cualquier manera. El
cuerpo se caracteriza invariablemente “por un cierto sufrir la extrañeza del
lugar”[15]
y se ha transformado en un instrumento “bio-energético” fácilmente reconocible
y perteneciente a la llamada civilización de la imagen, donde debe aparecer siempre “en escena” en la “hipnótica”
caja de plexiglás, sometido al estrés de la repetición de movimientos frenéticos
y a la mirada atónita del espectador, quien utiliza y exalta todo el crudo
material mediático, mortificando la potencialidad del cuerpo natural que, al contrario, exige ser
escuchado y respetado por sus naturales
funcionamientos y modalidades expresivas.
El hombre que se une a las cosas o a los
propios semejantes mediante su cuerpo, no realiza sólo un contacto físico sino
que se mueve al interior de una relación más profunda, original que lo une a
estos de un modo indisoluble desde siempre. No es que esté por una parte el
hombre como cuerpo físico aislado de todo el resto y por otra el mismo hombre que,
en un segundo momento, encuentra la realidad y se relaciona con ella.
El hombre entra en esta relación que no
es un puro y simple contacto físico, sino que es una apertura del sentido
respeto en el que sujeto y objeto, persona y realidad, yo y el mundo son entes
que no se contraponen como algo autónomo y de definido de una vez por todas,
sino que se rechazan uno al otro en una recíproca participación o lo que
Husserl llamaría una polaridad: el
cuerpo es en un cierto modo el lugar
indefinido (a su parecer), donde sucede incesantemente la transformación del
mundo del yo y la transformación del yo del mundo.
La relación con el otro en el tiempo vivido y en el espacio vivido –como recuerda
magistralmente Eugène Minkowski– es una relación por la que el cuerpo se
ve uniendo a las cosas e un modo diferente a la estabilidad de los instrumentos
de medida convencionales de estas dos dimensiones. En otras palabras, para
determinar la percepción del espacio, no serían tanto los receptores sensibles
con los que mi cuerpo observa, indaga y mide el ambiente circunstante, cuanto
el modo “personal” (único e irrepetible) de vivir, desear, padecer lo que está
cerca o lejos en un sentido que no es banalmente geométrico, sino que tiene que
ver con mi corporeidad viviente. Esta
posee un modo propio de vivir la distancia de las cosas según la naturaleza y el grado de implicación
emotivo, afectivo, pasional, intelectual que caracteriza cada una de las
experiencias de la existencia.
“La distancia de la que hablamos –escribe
el psiquiatra – es del todo diferente de la distancia geométrica. Esta
posee un carácter puramente cualitativo.
No quiere y no puede ser superada en el propio sentido del término, ya que se
mueve con nosotros, une más de lo que separa, no crece ni disminuye con la
lejanía de los objetos, no tiene límites, en una palabra: no tiene nada de
cualitativo. Esta no es más grande en un desierto en el que solamente tenga
delante el horizonte que en una carretera tumultuosa en la que instintivamente
evito a los viandantes que encuentro; y si se tuviera que hablar de diferencia,
diría más bien que se limita en el primer caso, por el malestar creado por el
hecho de verme solo en condiciones anormales, lejanas de aquellas en las que
normalmente se desarrolla mi vida.”[16]
De este modo, la distancia de la que se
habla es la “particular dimensión de realidad”[17]
de la que Ortega ya notaba y anotaba en el párrafo Geometría sentimental de Vitalidad
Alma Espíritu. Él, dedicándose a la reflexión sobre la delicada esfera
afectiva, escribe que “los mismos atributos geométricos, tipográficos de Madrid
han dejado de estar vigentes. Hasta la geometría es real sólo cuando es
sentimental”[18] y, por este
motivo, todo el movimiento vital del ser (afectivo/intelectivo/espiritual) se
une a la relación con el otro que denota y connota la geometría de su tiempo y
espacio.
Cuando se habla de relación, no puede
faltar la referencia a la unicidad de la esfera de interrelación que está en el
Entre, en la buberiana Ontología del
Entre. Tal consideración ontológica constituye el concepto-llave de cada
relación que, siendo realizada o realizable a niveles diferentes (y por eso únicos),
asume la importancia de una real y propia categoría indispensable de la
realidad humana. La interrelación no es una construcción conceptual sino “el
lugar real, el soporte que sostiene lo que sucede entre las personas”[19]
–como lo entiende Buber desde 1923– y no presenta una interrumpida
continuidad, sino que se construye siempre de nuevo, cada vez según la infinita
gama de aplazamientos cotidianos de los encuentros humanos, de cualquier tipo,
desde la amistad hasta la hostilidad, del amor al odio, de lo programado a lo
ocasional. Entre estos encuentros-eventos, se sitúa la interrelación con una
riqueza de perspectivas vastísima y en gran parte inexplorada.
Se interioriza el nosotros[20] al que
Ortega atribuye un significado exclusivo, del que está constituido la relación,
está en grado de modificar, potencialmente a mejor, cada riesgo de alienación
psicológica del individuo en lo social, introduciéndolo en una nueva dimensión
en el continuo descubrimiento de sí mismo y del otro. Sin embargo el nosotros vive en el laberinto de nuestra
parte, entre las visiones de la tierra y los jeroglíficos creados por el
hombre, en el que alma y cuerpo señalan el gesto
de existir en su tránsito de la vida[21].
Hay palabras que poseen un significado
muy particular de Hannah Arendt que iluminan este concepto de relación humana.
“El
mundo – escribe – no es humano sólo porque esté hecho de seres
humanos y no se hace humano porque se oiga la voz humana, sino sólo cuando se
haya transformado el objeto del discurso… humanizamos lo que ocurre en el mundo
y en nosotros mismos sólo cuando hablamos, y en el devenir de nuestro hablar
aprendemos a ser humanos.
Los
griegos definían philanthropia[22],
«amor del hombre», esta humanidad que viene adquirida en el discurso de la
amistad, puesto que se manifiesta en una disponibilidad para compartir el mundo
con otros hombres”[23].
Este sentido de pertenencia al mundo como
comunicación constante entre componentes de la comunidad humana no pretende
ignorar el componente natural, y animal, de la vida del hombre, pero subraya cómo
el género humano se caracteriza como una suma de eres biológicos que “viven en
la tierra” proyectando con constancia su tiempo en su espacio. En otras
palabras, transforman el mundo en una demora
donde poder vivir en base a la personal vocación
que dona su idea de vida en el mundo.
Resuenan aquí los versos de Quasimodo,
como un canto melódico y como la interrogación constante de descubrir las
estructuras de la vida, de nuestra “vida escondida”[24]:
Filtra la hora y el espacio
y no tiene luz presagio
en el abandono de las hierbas;
y el viento, el fresco viento no arroja
telares de sonidos y claridades repentinas,
y cuando también calla el cielo está solo.
Dame vida escondida,
y si no me reconoces ni siquiera oculta,
noche avión mar.
Náufrago: y en cada sílaba me entiendes
que de la tierra cava su resquicio
y en la sombra se extiende,
y árbol se vuelve o piedra o sangre
en ansiosa forma de alma
que en sí muere,
yo mismo pastado del padecer
que me serena, profundidad de amor.
… se extiende al escuchar la voz del cuerpo
que habla del sentido de la tierra… porque en el cuerpo flexible, coordinado
con el cerebro, se advierte la dimensión objetiva de nuestra conducta donde se
mimetizan la profundidad abisal de sensaciones y emociones que a veces se
pierden en la impotencia (o desatención) de nuestra mirada.
“La voz del cuerpo es una mano tendida contra el
poseedor abusivo del Logos, contra el soliloquio del pensamiento que, en el
fluir de las palabras, no ve más allá que su propio reflejo inadecuado… el
regreso a la voz del cuerpo es el regreso a la representación original”[25].
Dejamos, pues, que esta voz corporal exprese aquellas peculiares profundidades
que señalan el misterio de la existencia humana en la levedad del instante como
la aparición fugaz de una ola que se quebranta sobre un risco. La mirada, que
vive la armonía de las tres almas orteguianas (vitalidad, alma y espíritu) está
atento y sensible a los movimientos de la naturaleza (como a los latidos de su
corazón y a los estremecimientos de su cuerpo) y puede coger los matices más
sutiles (las de mayor atractivo) de su misma voz, si se pone a la escucha
activa que María Zambrano invoca constantemente, para llegar así a una
comprensión mejor de su yo y su circunstancia en el mundo.
“Escucha hermano la voz de tu cuerpo”.
Lucia Parente
[1]
F. Nietzche, Così parlò Zarathustra. Un
libro per tutti e per nessuno, Adelphi, Milano 2000.
[2] Id, Frammenti postumi 1884-1885, en Opere
di Friedrich Nietzsche, vol. VII, Tomo III, ed. it. de G. Colli, M.
Montanari, Adelphi, Milano 1990, p. 321.
[3]
Agostino, Confessioni X, 27, 38.
[4] M. Zambrano, I
Beati, tr. it. de C. Ferrucci, Feltrinelli, Milano 1992, p. 16.
[5] Conocer si conociendo "en verdad" es lo que nos
mueve por dentro: es conocer la verdad de nuestro corazón. Volviéndose, así,
"corazones que piensan". Simón Weil, María Zambrano, Milena Jesenská,
Marianne Golz-Goldlust y muchas otras grandes mujeres del fin del Novecientos,
han querido ser “corazones pensantes”. Cuerpos reconducidos a la desnudez de
los ritmos de la vida que pulsa en el cuerpo y por tanto, justo por esto,
capaces de tomar el rostro del otro. Lo encontramos en el silencio que María
Zambrano toma al oír a la humanidad en sí y prueba pietas de ello. Sólo en la escucha del silencio propio toma cuerpo
la voz, toman cuerpo pensamientos, intuiciones, conexiones, imágenes,
recuerdos, sueños. En el silencio, pueden brotar semillas del futuro, tal como
en el regazo materno toma cuerpo y brota un feto. Puede tratarse, por ejemplo,
de un pensamiento que puede ser sólo compartido en un segundo tiempo por medio
de palabras, de un proyecto, o bien de un sentido nuevo de imprimir la
existencia. En estos pasos silenciosos nace junto la armonía indispensable de
un progreso.
[6]
En estas palabras se encuentran las semillas teóricas de aquel pensamiento dialógico
valorizados por Martin Buber, quien afirma: “Siempre se ha presentido que la
esencial relación recíproca entre dos seres tiene el sentido de una oportunidad
primordial del ser, que hace su aparición por el hecho que hay el hombre. Y se
ha presentido siempre que entrando en una relación esencial, el hombre se
manifiesta como hombre, que sólo con este y por este él alcanza aquella válida
participación el ser que lo ha tomado en serio y, que por tanto, decir algo del
yo es el origen de cada individuo para convertirse en hombre”, cfr. M. Buber, Il principio dialogico e altri saggi, a
cura de A. Poma, tr. it. de A. M. Pastore, San Paolo, Cinisello Balsamo
(Milano) 1993, p. 319.
[7]
J. Ortega y Gasset, Vitalidad, alma, espíritu,
en Obras Completas, Tomo II (1916),
ed. Taurus, Madrid 2004, p. 570. En la
versión italiana cfr. J. Ortega y Gasset, Vitalità
anima spirito, tr. it. y cura de G. Ferracuti, Il Cerchio, Rimini 1986, p.
26. De este sabio también existe una anterior traducción
italiana de C. Bo en J. Ortega y Gasset, Lo
Spettatore, vol. II, Milano 1960, pp. 81-127.
[8] Ibid.
[9]
U. Galimberti, Il corpo, Feltrinelli,
Milano 1993, p. 15.
[10]
J. Ortega y Gasset, Vitalidad, alma, espíritu,
op. cit., p. 570 (Vitalità anima spirito, op. cit., p. 22).
[11]
“Una vasta corriente de la filosofía de la primera mitad del siglo, que ha
tenido su origen en las fenomenologías de Edmund Husserl y Max Scheler, ramificándose
en los análisis de la existencia de Martin Heidegger a Karl Jaspers, de Gabriel
Marcel a Maurice Merleau-Pounty, ha aclarado la noción de 'cuerpo psíquico' y
precisamente del cuerpo sometido. El carácter psíquico del ‘propio cuerpo’ -por
el que cada uno de nosotros, como dijo Rosmini, es el propio ‘sentimiento
fundamental corpóreo’- es alguno separado o separable de su estructura física.
Al contrario, ‘mi cuerpo’ es lo que yo soy y eso a través de mi existencia en
el mundo”, cfr. P. Prini, Il corpo che
siamo, S.E.I., Torino 1991, pp. 76-77.
[12]
Cfr. U. Galimberti, Il corpo,
Feltrinelli, Milano 2008.
[13]
“Quien posee un malestar advierte una
particular coacción del movimiento. Los torturas de la enfermedad como los de
la mala conciencia impiden al cuerpo y a la mente descansar. 'El dar vueltas en
la cama, la impotencia de parar la obsesiva repetición de un pensamiento, la
incapacidad de parar un proceso cuando ello alcanza su término natural, son las
señales distintivas de un ser que ha vivido como mal”, cfr. R. Ronchi, Bellezza e usura. Come
fabbricarsi un corpo non nazista?, en
AA.VV., Il disagio della bellezza,
Franco Angeli, Milano 2006, p. 17.
[14]
Z. Bauman, Amore liquido, Laterza,
Roma-Bari 2006, p. VI.
[15]
R. Ronchi, Bellezza e usura, op.
cit., p. 17.
[16] E. Minkowski, Il tempo vissuto, a cura de A. M.
Farcito, tr. it. de G. Terzian, Einaudi, Torino 2004, p. 373.
[17]
J. Ortega y Gasset, Vitalità Anima
Spirito, tr. it. G. Ferracuti, il Cerchio, Rimini 1986, p. 35.
[18]
Ibid, p. 36.
[19] M. Buber, Io e tu, en Il principio dialogico,
op. cit., p. 57.
[20]
“He aquí una particularidad de la lengua española digna de ser meditada… los
portugueses y los franceses, en lugar de nosotros,
dicen nos o nous, con lo que expresan sencillamente la convivencia y la
proximidad entre los que se refiere el nos
y el nous. Pero nosotros españoles
decimos nosotros. Así la idea que os
es expresada es muy diferente… es una relación en la que tú y yo formamos
cierta unidad colectiva… pero sobre todo nos reconocemos como distinguidos por
los Otros, de ellos”, cfr. J. Ortega
y Gasset (2001) La vita inter-individuale.
“Noi-tu-io”, en
L’uomo e la gente, op. cit., p. 103.
[21]
L. Parente, Maschile e femminile. Lo
sguardo interiore nel pensiero di Ortega, ESI, Napoli 2006, pp. 51-52.
[22]
Pedro Laín Entralgo (1908-2001) observa que, a través del pensamiento griego,
la amistad y la philanthropía siempre fueron physiophilía, es decir amor por la
naturaleza universal, en cuanto precisada como naturaleza humana y “la amistad
del médico hipocrático con el paciente, fruto de la interconexión entre su
philanthropía y philotechnía, fue, en último análisis, amor por la perfección
de la naturaleza humana, individualizado en el cuerpo del enfermo; amor
reverente hacia lo bello de la naturaleza (la salud, la armonía) o conduce a la
belleza (la natural fuerza que cura el organismo)”. Tal principio les ha sido
re-examinado en la pedagogía médica de Von Krehl y Rickert que Laín ha tomado
en consideración en su escrito El médico
y el enfermo. Y de este horizonte de pensamiento la antropología -o
"la mirada desde lejos", como Claude Lévi-Strauss escribe- hoy tiene
la posibilidad de introducir una nueva y particular perspectiva en el estudio
del hombre y el enfermo, la nueva y antigua alianza entre filosofía y medicina,
afrontando con vigor filosófico y ético los temas más sumamente problemáticos
como aquellos de la muerte y del dolor, fronteras inevitables de nuestra vida.
Hoy, a cien años del nacimiento de Laín Entralgo, académico aragonés que logró
a unir los problemas sanitarios y humanos con los sociales y políticos, se
propone a los lectores italianos una interesante traducción de El médico y el enfermo publicado por Laín
en el 1969; cfr. A. Savignano, Il medico
e il malato, Saletta dell’Uva, Caserta 2007, en part. p. 53.
[23]
H. Arendt, On humanity in dark times:
thoughts about Lessing, en Men in
Dark times, Harvest Books, Dallas 1970,
pp. 24-25.
[24] “Filtra
l’ora e lo spazio / e non ha luce presagio / nell’abbandono dell’erbe; / e il
vento, il fresco vento non versa / telai di suoni e chiarità improvvise, / e
quando tace anche il cielo è solo. // Dammi vita nascosta / e se non sai me pure
occulta / notte aereo mare. // Naufrago: e in ogni sillaba mi intendi / che
dalla terra scava il suo spiraglio / e nell’ombra s’allarga, / e albero diventa
o pietra o sangue / in ansiosa forma d’anima / che in sé muore, / me stesso
brucato dal patire / che m’asserena, profondità d’amore.”, cfr. S. Quasimodo, Vita nascosta, in Poesie e discorsi sulla poesia, Mondadori, I Meridiani, Milano
1989, p. 65.
[25] . U. Galimberti, Il corpo, op. cit., p. 100.