X CONGRESO INTERNACIONAL DE ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA
Teruel, 14-17 de Septiembre de 2010
MENTE Y CUERPO.
PARA UNA ONTOLOGÍA DEL SER HUMANO
COMUNICACIONES
Sección comunicaciones 1C
“Antropología filosófica e Historia de la Antropología”
Coords.: Elena Monzón (Univ. Sevilla); Jacinto Choza (Univ. Sevilla); Juanjo Padial (Univ. Málaga).
16,30 h. – 18,30 h.
Aula 12 Fac. CC.SS y Hum
María del Carmen Schilardi (Universidad Nacional de Cuyo)
Ante la propuesta temática de este Congreso en
relación con una ontología del ser humano, nos interesa marcar nuestro punto de
partida que funge a nivel de presupuesto: una ontología siempre que sea histórica
y –casi parafraseando a Foucault- de nosotros mismos. Pre-ocuparse
o preguntarse acerca de nosotros mismos en sociedades como las nuestras,
complejas y de alta integración, con amplios márgenes de
reconocimiento-discriminación de la diferencia y con procesos explícitos de
exclusión, implica un desafío y también una exigencia ética.
En primera instancia, partiendo de la consideración
de lo ético, lo político y lo jurídico como los ámbitos donde se construye la
normatividad y se legitiman las prácticas sociales, y por tanto se construye el
sujeto/ser humano, nos parece ineludible retomar una cuestión clásica como la
tensión legalidad-legitimidad en las sociedades democráticas. Esto implica
preguntarse cómo potenciar un derecho válido e incluso una normatividad cuyo núcleo
racional esté en conexión con el procedimiento legislador y con el de aplicación
–y no exclusivamente en función de los contenidos-, asegurando la
intersubjetividad y efectivizando el respeto a la diversidad. Significa esto
situarnos en los goznes que articulan el complejo espacio democracia-ciudadanía-ética
y nos interesa plantear su abordaje teórico tomando como eje las nociones de
cuerpo y de vida.
Precisamente la cuestión de la legitimidad de las
sistematizaciones producidas por el derecho permite un abordaje desde el análisis
del ejercicio del poder tanto sobre los cuerpos individuales, políticamente débiles
y económicamente provechosos, como sobre el cuerpo colectivo de la población,
es decir, un abordaje desde la biopolítica, planteada por Foucault como
la política de la vida, y desde la racionalidad de las prácticas de gobernar:
la gubernamentalidad como el poder político y administrativo que gobierna la
vida y, por ende, es el gobierno de la población.
Aquí la propuesta teórica de Agamben nos
permite delinear y aplicar en el análisis del espacio público e institucional
dos categorías de fuerte contenido jurídico-filosófico: la de “homo sacer” y la
de “estado de excepción”, cuya intención es superar las dicotomías clásicas que
estructuran la cultura política y jurídica occidental. Es posible así la constitución de
nuevas categorías en la filosofía política que permitan dar cuentas de las
nuevas formas de intervención política que no se ajustan a marcos
institucionales clásicos y que se hacen cada vez más comunes en las prácticas
sociales y ciudadanas de los sujetos-sociales-morales-de derecho en que nos
constituimos en nuestras estructuras sociales.
Desde esta perspectiva nos interesa delinear cómo
surge en la filosofía occidental la cuestión del cuerpo y cómo se inserta en la
construcción del sujeto social/jurídico.
También como punto de partida, creemos significativo para una reflexión
sobre el sujeto recuperar una perspectiva fenomenológica de abordaje de la
cuestión del cuerpo en tanto consideramos que abre la posibilidad de plantear
desde otro lado no sólo la utilización del espacio público con otras formas de
intervención política, sino también la conceptualización del cuerpo desde la
bioética. Espacio que –creemos- está dibujado actualmente entre nosotros
fuertemente desde el discurso jurídico y el discurso médico, extrañándose –precisamente-
la interpelación que puede construirse discursivamente desde la filosofía práctica
–ética y política-.
En ese
caso –el de la perspectiva fenomenológica- optamos por un abordaje del
cuerpo como “lugar del sentido” y del “estar condenados al sentido” –de Merleau-Ponty-
como espacio de interpelación y utopía, también de recuperación de la
experiencia y de la praxis social. En definitiva, una recuperación de la
performatividad del cuerpo como cuerpo político y un poner a la política y ética
en el terreno de la resistencia.
El cuerpo y su reconocimiento,
negación y sometimiento
Sin
intentar aquí una consideración o valoración de la modernidad como tal, nos
detenemos, de la lista de promesas no cumplidas de la modernidad, en una de las
más destacadas: la liberación del cuerpo. El postulado era: abolir la dualidad
cristiana de alma y cuerpo para que pudiera surgir la libertad tal como la
entendían los modernos. Y sin embargo del cuerpo-prisión del alma pasamos a
poner el cuerpo en la prisión del alma y así es como Foucault introduce
el término biopolítica, operando de dos modos diferentes. “Uno de estos polos
..... centrado en el cuerpo como una máquina: su sometimiento a una disciplina,
la optimización de sus capacidades, la extorsión de sus fuerzas, el incremento
paralelo de su utilidad y su docilidad, su integración en sistemas de controles
eficientes y económicos, todo esto estaba asegurado por los procedimientos de
poder que caracterizaban las disciplinas: una anatomo-política del cuerpo
humano. El segundo ..... centrado en el cuerpo de la especie, el cuerpo imbuido
de los mecanismos de la vida y que sirve como base de los procesos biológicos:
propagación, nacimientos y mortalidad, el índice de salud, esperanza de vida y
longevidad, con todas las condiciones que pueden hacerlos variar. Su supervisión
se efectuó a través de toda una serie de intervenciones y controles
reguladores: una biopolítica de la población” (1987, 1, 139).
Sin
avanzar en un análisis de la complejidad de las distintas críticas a la
dualidad alma-cuerpo, en nuestro recorrido nos parece relevante marcar que ese
guardián no es ya el alma cristiana, sino “lo espiritual”. El nuevo concepto
nunca ha cortado del todo el hilo que lo vincula a la tradición cristiana, como
un signo de otra promesa no cumplida de la modernidad: la secularización
completa de la sociedad.
La
diferencia entre el alma y lo espiritual es bastante significativa. El alma se
concibió como el firme opuesto del cuerpo sin mediación posible entre ellos. En
cambio el cuerpo era una morada digna para lo espiritual, puesto que la
estructura humana tenía un rango elevado entre las formas naturales. Además
mientras el alma cristiana se entendía como un principio individual, lo
espiritual tenía un sentido más amplio, interpersonal. Era el nombre colectivo
de todo lo que no era natural, así como de aquellas actividades que no pertenecían
a la producción material de la vida social humana ni de sus productos.
Posteriormente acabó identificándose cada vez más con lo racional, expresando
el sentido dominante de la modernidad. Una importante diferencia final –siguiendo
la argumentación de Agnes Heller (1995)-
es que mientras que lo corpóreo podía diferenciarse en principio del alma y
alzarse contra ella, porque no había mediación entre ellos, la modernidad
concibió lo espiritual de forma que su separación del cuerpo era en todo caso
un experimento mental.
Sin
embargo casi todas las principales tendencias dinámicas de la modernidad fueron
contrarias al cuerpo, infravaloraron y sometieron lo corpóreo al mismo tiempo
que procuraban reglamentarlo y sustituirlo. El cuerpo político en el
sentido estricto de la expresión sólo existió en tiempos premodernos, en el
feudalismo europeo, cuando se identificaba con el cuerpo del rey. Con los
grandes actos simbólicos de regicidio
en realidad no se castigaban delitos sino que se decapitaba literalmente
el cuerpo político y, a su vez, se desterraba de la historia la política del
cuerpo. La modernidad no necesitó ni toleró un cuerpo político en el sentido
estricto del término, sólo figurativamente, en tanto una de las principales
virtudes de los sistemas representativos es su carácter impersonal, incorpóreo.
Este es un
hito central –podríamos decir axiológico-en la construcción histórico-cultural
del sujeto de derecho y de todo espacio posible de ciudadanía y democracia.
Es
característico de la dialéctica de la modernidad el que si bien sus tendencias
principales desvalorizan el cuerpo, fue la modernidad la que emancipó
legalmente el cuerpo por primera vez en la historia escrita al ampliar la ley
del habeas corpus, antes privilegio del noble y convertirla en un
principio general para todos. La generalización del principio de habeas corpus
se deducía lógicamente por una parte del universalismo de la libertad de los
modernos. Este acto de liberación, cuyo objetivo proclamado era acabar con la
corporeidad abstracta, prepara el camino para la biopolítica. En el mundo
moderno, en el que el cuerpo estaba legalmente reconocido por el habeas
corpus, y donde al mismo tiempo las principales tendencias de la vida
social apuntaban a oprimir, eliminar, silenciar, sublimar y reemplazar esa
entidad legalmente existente, se abría espacio social a la biopolítica.
Por una parte, la aplicación de la racionalidad
al cuerpo termina negando lo corporal mismo y fundamentalmente niega su
diferencia. Es esa racionalidad la que fija cómo debería ser el cuerpo y cómo
deberá ser “normalizado”. Por otra parte, esa racionalidad somete al cuerpo a
un proceso de desencantamiento y se pierde así la conciencia del carácter único
de la existencia corporal y la experiencia de la maravilla del cuerpo y, más aún,
del cuerpo propio. Ése es el cuerpo que encarna y produce el espacio para la
lucha y el conflicto entre los valores de la vida y la libertad. Y el
predominio de uno u otro o el intento de la armonía entre ambos delinea el
espacio de la bioética.
Biopolítica y bioética, control y/o
reconocimiento del cuerpo. ¿Cuál es el sujeto de la biopolítica y cuál el de la
bioética? Creemos que una exigencia teórica y ética para la respuesta es
precisamente preguntarse por la noción de cuerpo que se pone en juego, y ello
para –como decíamos más arriba- re-instalar la capacidad de interpelación
de la filosofía práctica.
Y es aquí
donde cabe recuperar –aunque no en el sentido de reiterar- las
descripciones fenomenológicas del cuerpo que mencionamos antes.
La biopolítica, el estado de excepción, la suspensión
de lo jurídico y la vida
Ya
Foucault, a través del concepto de
biopolítica, había anunciado desde los años setenta lo que hoy en día va haciéndose
evidente: la “vida” y lo “viviente” son los retos de las nuevas luchas políticas
y de las nuevas estrategias económicas. Foucault
está interesado, si el poder toma la vida como objeto de su ejercicio, en
determinar lo que en la vida le resiste y, al resistírsele, crea formas de
subjetivación y formas de vida que escapan a esos biopoderes. La introducción
de la “vida en la historia” es positivamente interpretada como una posibilidad
de concebir una nueva ontología que parte del cuerpo y de sus potencias para
pensar el sujeto político como un sujeto ético, contra la tradición del
pensamiento occidental que lo piensa exclusivamente bajo la forma del sujeto de
derecho.
Así interroga
al poder, sus dispositivos y sus prácticas, no a partir de una teoría de la
obediencia y sus formas de legitimación, sino a partir de la libertad y de la
capacidad de transformación que todo ejercicio de poder implica. Es una nueva
ontología que le permite hacer valer la libertad del sujeto en la constitución
de la relación consigo y en la constitución de la relación con los otros: la
materia misma de la ética.
La
noción de gubernamentalidad constituye la bisagra de estos análisis. Curioso término y como el mismo Foucault
lo señala, casi una mala palabra. Con él se refiere al conjunto constituido
por las instituciones, procedimientos, análisis y reflexiones, cálculos y tácticas
que permiten ejercer esta forma de poder que tiene por objetivo la población,
por forma mayor la economía política y los dispositivos de seguridad como
instrumento técnico esencial. De ahí entonces que la era de la
gubernamentalidad es la era de la biopolítica, y el liberalismo una de sus formas
constitutivas.
Foucault ha renovado la
problemática y le ha conferido a la noción de biopolítica, no sólo otro sentido
sino que la ha transformado en una potencia especulativa que modifica el cuadro
de la filosofía política actual. La noción de estado de excepción –de Agamben-
en tanto el mecanismo por el cual el poder se refiere a la vida, avanza esta
transformación.
El
estado de excepción, que desde esta perspectiva tiene un fuerte sentido biopolítico,
es una estructura original en la cual el derecho incluye en sí al ser viviente
a través de su propia suspensión. En cierta forma, cancela todo estatuto jurídico
de un individuo produciendo un ser jurídicamente innominable e inclasificable.
Fuera de la ley deja de ser un sujeto jurídico y se transforma en una mera
existencia, una nuda vida –como los campos de concentración y de
exterminio lo demuestran-. Allí donde hubo vida política habría ahora nuda
vida, que no sería sino la traducción moderna del homo sacer. Por
eso esa figura metaforiza la ley y la política moderna y por eso el paradigma
de la modernidad es el campo –de concentración o de exterminio- y no la
ciudad. Por eso habría que construir una teoría política del campo porque ese
espacio es el que limita nuestra experiencia del presente. Estos lugares son
pensados como espacios de excepción desde un inicio y en sentido técnico como
zonas de suspensión absoluta de la ley donde todo es posible, justamente porque
la ley está suspendida. Aparece así una serie de cesuras que definen el
progresivo despojamiento del estatuto jurídico de un sujeto. Es como si su
existencia física hubiera sido separada de su estatuto jurídico. Y –según
Agamben- esa privación de estatuto jurídico plantea el problema de su
tutela, de su defensa. Y por otro lado, esas figuras extremas son las que ponen
al desnudo aquello que está detrás de la figura de ciudadano y, por ello, podrían
transformarse en el eje de una reflexión que lleve a pensar de otro modo los
conceptos de ciudadanía y nacionalidad.
Exhibir
el derecho en su no-relación con la vida y ésta en su no-relación con el
derecho, significa abrir un espacio para la acción humana, aquella llamada política,
eclipsada al contaminarse con el derecho. Sólo es verdaderamente política
aquella acción que corta el nexo entre violencia y derecho, y así el derecho
liberado de la violencia, podrá quizá alcanzar otra configuración y reconocer
esos espacios de resistencia o esas formas alternativas o a esos sujetos éticos
que interpelan.
Así la
vida y lo viviente devienen la materia ética que resiste y crea a la vez
nuevas formas de vida. Y
permite sobre todo sostener y acentuar la fuerza de interpelación de ciertos
actos que desnudan a ese sujeto “otro” -exigiendo por su dignidad- y denuncian
la aparición del sin-sentido, al romper la relación ética del cara-a-cara.
Es decir, que el fundamento de la ética
es precisamente la materialidad de la vida humana, la existencia vital y
corporal del ser humano. La corporalidad hace al modo de realidad del ser
humano –como sostiene E. Dussel (2001)- y entonces la vida humana
es criterio de verdad o –decimos nosotros- de racionalidad. En este
sentido, lo vital constituye la exigencia ética-política de producir,
reproducir y desarrollar la vida humana que es siempre la vida humana concreta
de cada sujeto.
Constituye ésta la primera premisa –desde
lo argumentativo- de una dialéctica negativa, porque esa premisa –producir,
conservar y reproducir la vida- se encuentra negada para gran parte de la
humanidad, y por eso hay que reafirmarla y la reivindicación y la interpelación
proviene de las víctimas del sistema.
El eje problemático de la cuestión es la
consideración de un desplazamiento en la lógica legalidad/legitimidad –de
la que partimos- en que el “lugar” de la legitimidad se “corre” de la legalidad
al margen o exterioridad del sistema, exterioridad en que lo particular o la
diferencia no sólo instituyen la legitimidad sino una universalidad concreta.
En el nudo de la densidad de ese margen/exterioridad surge el control de la
vida como perspectiva política y el reconocimiento de víctimas, de efectos
negativos, de excluidos, de no-ciudadanos, de excepcionalidad. Control de la
vida entonces como pura existencia, despojada de todo valor político/ciudadano,
y que requiere la efectivización de mecanismos que despojan de todo derecho o
etiqueta jurídica –nutrición, sistema sanitario, eutanasia, control de
natalidad-. Surge así con fuerza –como decíamos- la paradoja jurídica del
sujeto dentro y fuera de la ley al mismo tiempo y la inclusión de la vida biológica
en los mecanismos del Estado.
También significa que la
legitimidad se juega en el margen, en el borde como el ámbito de los
incluidos/excluidos, víctimas de la dominación que, a su vez, habilitan las
transformaciones sociales desde la articulación de una demanda que los
trasciende. Situarse en ese margen/borde constituye –siguiendo con Dussel-
una posición analítica que permite detectar y denunciar las fallas
estructurales del sistema vigente. Y por eso la demanda siempre tiene que ver
con la propia vida de la víctima.
Este desplazamiento puede ser analizado, entonces, como la institución
de una nueva forma de racionalidad en que la vida aparece como criterio.
Reconocer la vida como criterio de racionalidad significa básicamente recuperar
la experiencia humana y no sólo su diversidad sino específicamente su
corporalidad. Más aún si especificamos y decimos “vida digna”. Significa además
reconocer a la biopolítica y la bioética como espacios de decisión política,
por ejemplo preguntando desde qué criterios se asumen decisiones, en los ámbitos
legislativo y judicial, instituyendo políticas sociales. De alguna forma una materialización del
imperativo categórico a través del “nadie puede vivir si no puede vivir el otro”.
Un a priori, pero como condición de posibilidad para toda experiencia, para
toda contingencia.
Podríamos incluso dibujar como otra salida a la crisis de la
representación específicamente a esta afirmación de la materialidad –no
ya sólo la del lenguaje. La materialidad de la vida humana que es corporalidad.
Planteamos entonces retomar los conceptos de cuerpo, vida y vida digna
desde otra estrategia argumentativa.
En este intento
siempre me ha resultado rica y adecuada una diferenciación de conceptos que
hace la fenomenología. Diferenciación que plantea Eugen Fink. Es la
distinción entre conceptos temáticos y conceptos operatorios. Siempre que no
perdamos de vista que el ámbito de la filosofía es el espacio de la
conceptualización, es una tarea intelectual y también de abstracción, a la que
no podemos ni debemos renunciar aunque sí debamos tomar los recaudos epistemológicos
para que ese ejercicio sea siempre un ejercicio de la denuncia y la sospecha.
Decía conceptos temáticos y
operatorios. Los primeros, los temáticos son aquellos en los que el pensamiento
fija y conserva lo que ha pensado, de ninguna forma y a esta altura de nuestros
tiempos, significa que estos conceptos son unívocos ni a-problemáticos, pues
para ser filosóficos deben sostener la tensión conceptual.
Pero los
filósofos y los pensadores utilizan en la construcción de éstos, otros
conceptos, otras estrategias argumentativas, es decir, operan con esquemas que
no fijan objetivamente. Estos son los conceptos operatorios: aquellos que una
filosofía o un pensamiento filosofante utiliza, penetra, pero sobre los que no
reflexiona. Son, hablando en imágenes, la sombra de una filosofía, el margen
desdibujado que sigue abierto a la reflexión.
Desde
cierto punto de vista –sigue Fink (1956)- esto es un escándalo permanente para la filosofía misma y
una inquietud y por eso la filosofía intenta siempre saltar sobre su sombra.
Aunque lo
filosófico es –fundamentalmente- tomar el atajo, enfrentar la sombra de
una filosofía. En definitiva los filósofos son síntomas histórico-sociales.
Considero que en esa sombra se juega también lo metodológico entendido como los
procedimientos discursivos y de argumentación que están a la base de la
estructura categorial tematizada.
El
pensamiento de algunos filósofos y entre ellos
muchos latinoamericanos, nos provoca a meternos de lleno en ese atajo, en esa
urdimbre de conceptos no tematizados que instituye el espacio en que puede
moverse la filosofía práctica –la ética y la política- y que quizá es una
de las utopías para seguir poniendo delante: la institución de un saber que nos
permita abordar nuestra realidad y nuestra experiencia como sujetos éticos que
interpelan a los poderes.
¿Por qué centrarnos en los conceptos operatorios? Precisamente porque –aunque
claros- no están de-finidos en el sentido lógico, cerrados por límites, sino
abiertos a lo que podríamos dibujar como
un proceso de institución de un universal en la contingencia o un
universal concreto que no puede dejar de lado, ni considerar anecdóticas las
mediaciones -simbólicas y
culturales-.
En
un ejercicio de ese filosofar-con y de esa utopía a distancia planteamos
entonces la posibilidad de considerar y de recuperar como operatorios los
conceptos que hemos señalado –cuerpo, vida y vida digna- en tanto
precisamente “operan” como estrategias argumentativas y se consolidan en el
plano de lo instituyente y no de lo constituyente ni de lo instituido.
Bibliografía básica
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sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia, Pre-Textos, 1998.
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de excepción. Argentina, Adriana Hidalgo Edit., 2004.
Dussel,
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Fink,
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Fóscolo,
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Historia de la sexualidad. 3 tomos. México, Siglo XXI, 1987.
Heller, A. y Fehér, F. Biopolítica. La modernidad
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"Del menor al niño, del litigio a la mediación: lo ético y lo jurídico en
la construcción de la normatividad". En: Michelini, Dorando J. y otros. Saber,
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---------------------------------- “Del cuerpo como lugar del sentido al
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Pintos, Ma. L. Antropología y ética ante los retos de la biotecnología.
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Michelini, Dorando y otros. Ciudadanía, democracia y ética pública.
Universidad Nacional de Río Cuarto, Ediciones del ICALA, 2007, pp. 159-164.