X CONGRESO INTERNACIONAL DE ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA
Teruel, 14-17 de Septiembre de 2010
MENTE Y CUERPO.
PARA UNA ONTOLOGÍA DEL SER HUMANO
COMUNICACIONES
Sección comunicaciones 1A
“Antropología filosófica e Historia de la Antropología”
Coords.: Elena Monzón (Univ. Sevilla); Jacinto Choza (Univ. Sevilla); Juanjo Padial (Univ. Málaga).
19,30 h. – 21,30 h.
Salón de Actos Vicerrectorado
Vicente Raga (Universitat de València)
Montaigne,
el autor francés del Renacimiento tardío, se refiere constantemente en su obra,
entre literaria y filosófica, los Essais, a la literatura clásica sobre
los animales. En esta comunicación deseamos, pues, analizar algunas de las
transformaciones de estos discursos en los textos del pensador francés.
Confrontando los escritos de Montaigne con la literatura escéptica clásica al
respecto, en especial en su vertiente anti-estoica, con los mirabilia de
Plutarco y con la moral naturalista, fundada en la noción de la conciliatio
estoica y epicúrea, podremos ver la articulación que cobran los conceptos
propiamente montanianos al respecto. El interés por los animales en el discurso
de Montaigne tendría una doble función: por un lado, siguiendo la vertiente escéptica,
se emplearía como un elemento en la crítica general al antropocentrismo
desplegada por el autor francés, apelando a la relación de éste con el mundo o
consigo mismo. Por otro lado, siguiendo la vertiente moral, el uso de los
ejemplos animales serviría al escritor como modelo analógico, mediante el que
concebiría el carácter ético de la relación del ser humano con su propio
cuerpo.
I
De
las muchas referencias dispersas a los animales presentes en los Essais
la más significativa es sin duda el largo discurso en su defensa que podemos
encontrar en la “Apología de Raimundo Sabunde” (II, 12). Todo, o prácticamente
todo, lo que aparece en este texto procede de fuentes antiguas.
Y
así, por lo que respecta a los ejemplos, aún cuando algunos procederían de
centones renacentistas, en su gran mayoría las citas son tomadas directamente
de Plinio, Luciano de Samosata, Aulo Gelio y, de manera destacada, de Plutarco
(cuya segunda parte del tratado titulado en la traducción de Amyot, que
Montaigne manejaba, Quels animaux sont les plus avisés, ceux de la terre ou
ceux de l´eau?, prácticamente reescribe el autor francés en su propio
texto).
Además,
el pensador bordelés retomaría de la literatura antigua sobre los animales
algunos de sus elementos centrales, como la división tradicional entre la razón
proferida (logos prophorikos) y la razón interior (logos endiathètos),
que ya aparecería en Platón y Aristóteles, aunque tendría su función principal
en la filosofía expresiva del estoicismo, convirtiéndose en topos
alrededor del cual girarían las disputas entre estoicos y académicos sobre la
inteligencia de los animales. Montaigne podría haber conocido esta disputa a
partir de la lectura de la obra mencionada de Plutarco, de Sexto Empírico (en
su elogio del perro presente en los Esbozos pirrónicos (I, 14)) o quizá
en Porfirio (en los argumentos que expone en el tercer libro del De
abstinentia). En definitiva se trataría de una discusión general que tendría
dogmatismo y antropocentrismo como puntos principales y que en Montaigne se
rearticularía de una manera propia y original.[1]
El
elogio de los animales montaniano, pues, constituiría uno de los primeros pasos
de la larga exposición escéptica que constituye el núcleo temático central de
la “Apología de Raimundo Sabunde”. La utilización de la defensa de los animales
en el seno de una argumentación escéptica era un elemento tópico de la
literatura filosófica antigua. Los académicos asociaban tal elogio al descrédito
de la phantasia kataleptikè (la representación comprehensiva, aquella
que induciría de manera irresistible al asentimiento) estoica, base de su teoría
del conocimiento. El mejor testimonio de esta crítica a la certidumbre de las
impresiones sensibles estoica por parte de la Nueva Academia lo encontramos en
Cicerón, aunque la alusión a la cuestión de los animales es mínima:
Pues, aun suponiendo que
vemos lo verdadero, ¿cuán lejos vemos? Yo miro desde este lugar la villa cumana
de Catulo y la veo en la parte opuesta a mí; pero no miro la pompeyana y no hay
nada interpuesto que me lo impida, sino que la mirada no puede extenderse más
lejos. [...] “Sí, pero ése no sé quien, que suele ser citado en las escuelas veía
lo que se hallaba a una distancia de mil ochocientos estadios”. Algunas aves
ven más lejos.[2]
Los
animales nos proporcionarían, pues, una experiencia indirecta de la
relatividad, de la imperfección de nuestros sentidos, de modo que resultaría
imposible convertir estos en criterio de certidumbre.
Este
argumento, que podríamos denominar “de la medida animal”, se encuentra ya en el
Teeteto de Platón, donde Sócrates responde a Protágoras y sus aliados
sensualistas que le resultaba imposible sostener: “¿O estarías dispuesto a
afirmar que cada color te aparece a ti como le aparece a un perro o a cualquier
otro animal?”,[3] y seguía
diciendo que nada permitiría privilegiar los sentidos humanos por encima de los
de los demás seres vivos. Pero sería en Sexto Empírico donde la idea se
desarrollaría plenamente, siendo la defensa de la variedad de los animales el
primer tropo o argumento empleado por éste en defensa del escepticismo:
Y desde luego, Si las
representaciones mentales resultan diferentes según los distintos animales y
entre ellas es imposible establecer valoraciones, será necesario suspender el
juicio en lo relativo a los objetos exteriores.[4]
A
las consideraciones técnicas, a propósito del origen de la diferencia entre los
animales, relacionada con las distintas constituciones corporales y sus
diversos tipos de engendramiento, Sexto añadiría el elogio del perro que, sin
duda, le resulto útil a Montaigne en su propio discurso en favor de los
animales. Lo interesante, sin embargo, es que en ambos autores tales ejemplos
sirven, a diferencia de en otros escépticos, no para cuestionar el sensualismo,
sino para mostrar que no habría otra forma de conocimiento que aquella que se
apoya en los sentidos. La estrategia escéptica del autor francés, y la de
Sexto, consistiría en partir del sensualismo para dejar en claro la vanidad de
todo conocimiento. El escepticismo tomaba así una forma radical y universal que
iría más allá de los argumentos académicos.
Sin
embargo, y aun cuando Montaigne mantiene la estructura argumentativa de Sexto
en sus ensayos cuando trata la cuestión de los animales,[5]
guardaría con éste, y con los restantes miembros de la tradición escéptica clásica,
una diferencia clave, la del estatuto central que en su caso tendría la crítica
del antropocentrismo:
La presunción es nuestra
enfermedad natural y original. El hombre es la criatura más calamitosa y frágil
y, al mismo tiempo, la más orgullosa. Se ve alojada aquí, entre las basuras del
mundo, ligada y clavada a la parte peor, más muerta y podrida del universo
[...] y gracias a la imaginación se sitúa por encima del círculo de la luna y
pone el cielo a sus pies. Es por la vanidad de esta imaginación que se iguala a
Dios, que se atribuye condiciones divinas, que se separa de las otras
criaturas, recorta la parte de los animales, sus hermanos y compañeros, y les
distribuye la porción de facultades y fuerzas como bien le parece. ¿Cómo conoce
los movimientos internos y secretos de los animales? ¿Mediante que comparación
entre ellos y nosotros concluye la bestialidad que les atribuye?[6]
Retomando
un esquema escolar un tanto desgastado, el de la certidumbre sensible,
Montaigne le daría vida insertándolo en el interior de un argumento centrado en
la critica del antropocentrismo hermenéutico, negando en general al hombre el
derecho de interpretar el mundo, y en suma cualquier relación privilegiada con
el ser.
II
El
radicalismo del proyecto escéptico que asume Montaigne se prolongaría en su
actitud hacía los ejemplos de Plutarco. En la segunda parte del tratado antes
mencionado, “Quels animaux sont les plus avisés?”, los elogios a los
animales terrestres y acuáticos se asumen como ejercicios retóricos: Plutarco,
definible más como un racionalista prudente que como un escéptico, parecía
tomarlos con cierta distancia. Veamos alguna muestra de sus reservas:
En cuanto a la historia
que nos has contado de los elefantes, amigo mío, que lanzan a una fosa todo lo
que pueden arrancar para formar como una escalera que permita a un compañero,
caído dentro, salir, es maravillosamente rara y lejana. Sin embargo, como
procede de los libros del rey Juba la creeremos como si fuese un edicto real.[7]
Montaigne
retoma los mirabilia de Plutarco pero, siguiendo a Sexto, elimina toda
reserva en la interpretación de las acciones de los animales, hace desaparecer
lo que en los ejemplos del autor clásico podía introducir alguna distancia.
Podría decirse que en el fondo Montaigne rechazaría que Plutarco tuviera razón
alguna para rechazar la interpretación sextiana que permite ubicar al hombre y
al animal en una posición de igualdad.
Las
diferencias entre ambos en este punto son pues notables. La actitud de Plutarco
es la de un racionalista prudente, defendiendo una filosofía del “buen sentido”
contra los excesos dogmáticos de la teoría estoica y en ese sentido iría el uso
del elogio de los animales. Montaigne, por su parte, en tanto que escéptico y
sin un criterio racional que le permitiese criticar los mirabilia, haría
uso de una credulidad metódica. Aboliendo la frontera entre lo normal y lo
maravilloso cuestionaría toda empresa hermenéutica del ser humano, privando a éste
de su dominio imaginario sobre los otros seres.
La
reescritura de Plutarco tendría su punto culminante en la celebre expresión “Se
encuentran más diferencias entre un hombre y otro, que entre un hombre y un
animal”,[8]
que proviene de la distorsión de una formula de éste, ya que el sentido de la
frase de Plutarco lo definen las líneas que la preceden en su tratado:
ciertamente algunas bestias son más estúpidas que otras, pero todas tienen
inteligencia. En Montaigne, de manera distinta, lo que importa es la diferencia
que separa al “gran hombre” del “hombre vulgar”, distancia superable mediante
el ejercicio de la virtud. Frente a la atención a lo genérico y específico,
cerrado, en el pensador francés se revalorizaría el individuo singular, igual
que se tenían en cuenta las singularidades del mundo, lo maravilloso cotidiano,
como estrategia de crítica del antropocentrismo hermenéutico.
La
conclusión de este ensayo montaniano, de nuevo, nos remitiría a Plutarco “No
tenemos ninguna comunicación con el ser”.[9]
Pero donde éste, también nuevamente, tan sólo retomaría un viejo lugar común
del pensamiento parmenídeo y platónico (la oposición entre lo que es, por ser
eterno, y aquello que no es, por su carácter mutable, por su inserción en el
devenir), Montaigne pondría en juego una reflexión moral. El proyecto de
Montaigne no sería el de Plutarco, esto es, el de hacernos reconocer a través
de la experiencia de la nada del mundo temporal la trascendencia de la
divinidad, única que “es” eternamente. Lejos de tales pretensiones, la
experiencia de la nada a la que lleva el escepticismo del autor francés
conduciría al lector a un proyecto inmanente. Se trataría de poner en suspenso
en nuestro campo de conocimiento ético y en nuestro repertorio de acciones
morales todo aquello que no nos pertenece, todo lo que no está a nuestro
alcance. ¿Y qué es lo que no está en nuestra mano? El ser, con el que no
tenemos ninguna comunicación, es decir, el mundo y su supuesta escala natural,
con la divinidad en el escalafón superior, pero también nosotros, en tanto que
seres en el mundo.
III
Con
estas reflexiones parecería que nos hemos ido alejando del tema de la
animalidad con el que empezamos nuestra comunicación y sin embargo,
precisamente en este sentido es por donde el autor francés retomaría la cuestión
con fuerza. La animalidad designa en estos textos de Montaigne un cierto modo
de apropiación del sujeto, cumpliría una función moral y, de manera analógica,
podría proporcionar un modelo de ser humano inmanente.
Como
en epicúreos y estoicos, la animalidad en Montaigne designaría, pues, una conciliatio,
un tomar conciencia de uno mismo y de los demás, una ligazón que bien podría
proporcionar un modelo moral positivo. Pero habría una diferencia fundamental
entre la conciliatio u oikéiôsis de los antiguos y la montaniana.
Aún cuando las fuentes de Montaigne son claramente antiguas,[10]
la moralidad para Montaigne no sería nunca una simple extensión de la
naturaleza como lo fue para estos clásicos estoicos, sino que implicaría una
ruptura. Mientras que la ligazón natural con uno mismo y con los demás sería
indiscutible en las bestias, no pasaría lo mismo en el caso de los seres
humanos, animales desnaturalizados para el autor francés salvo algunas
excepciones (la de los caníbales, algunos ejemplos de virtud del pasado y, quizá,
la de su amigo, el finado Étienne de la Boétie, en el presente).
Y
la ruptura, atribuible en el caso de sus contemporáneos a la hipertrofia de la
razón vanidosa y a la corrupción de las costumbres, lo sería en un sentido
profundo. Como los escépticos clásicos, enfrentados a los estoicos, Montaigne
también entendería que en la razón hay una ruptura con el orden de la
naturaleza. Por ello cuando habla de la ley natural lo hace siempre en un
sentido restringido:
Si hay alguna ley
verdaderamente universal, es decir, un instinto que pese universal y
perpetuamente en las bestias y en nosotros (cosa controvertida), puedo decir, a
mi juicio, que después de la preocupación que cada animal tiene por su
conservación y por huir de lo que le pone en peligro, el afecto que tiene el
que engendra hacia su descendencia ocuparía el segundo lugar.[11]
Nos
encontraríamos, pues, aquí frente a dos modelos morales relacionados con la
animalidad. El primero, que designaría una relación inmediata, natural, con uno
mismo y con los demás, que constituiría un modelo inaccesible, negativo, para
el ser humano. Y el segundo, que reconstruiría estas relaciones sobre la base
de la razón inmanente del hombre. La humanidad no dispondría de la inmediatez
animal, la animalidad en nuestro caso sería fruto de un constructo:
Se ha de hacer como los
animales, que borran sus huellas a la puerta de la guarida [...]. Retiraos a
vuestro interior, pero antes preparaos: sería una locura confiar en vosotros
mismos si no sabéis conduciros.[12]
La
referencia animal es aquí analógica. El ser humano debería construirse su
guarida, esto es, debería gobernarse según su razón, encontrar la relación
justa con ese cuerpo que nos sirve de medida suprema dada nuestra ausencia de
contacto con cualquier medida trascendente, con cualesquiera apelaciones al ser
con el que no guardamos contacto.
Terminemos
insistiendo en el lugar que ocupa el cuerpo animal en la economía de la filosofía
moral de Montaigne. El pensador francés llega a condenar los malos tratos
contra los animales, erigiéndose en un defensor de estos siguiendo aquí a
Plutarco y otros autores antiguos que hemos ido señalando, sin embargo, no es éste
el propósito central de sus reflexiones morales: tales críticas serían un caso
particular de la crítica montaniana más general al carácter predatorio de la
hermenéutica que la humanidad pretende aplicar al ser, al mundo y, en definitiva,
por otro lado, con tales críticas no haría sino desarrollar un argumento de
Plutarco según el cual los malos tratos se vuelven contra uno mismo.
Lo
relevante, e innovador respecto de sus fuentes clásicas, sería la crítica que
el escritor bordelés desarrolla contra otro tipo de crueldad, aquella que el
hombre ejerce contra sí mismo bajo la forma de un resentimiento hacia el
cuerpo. El ser humano es ese “monstruoso animal que se horroriza de sí mismo”,[13]
por eso la apropiación de uno pasaría por aceptar el propio cuerpo animal que,
a diferencia de lo sostenido por los discursos tradicionales predominantes, los
herederos del dualismo platónico o ciertas confesiones y doctrinas religiosas,
entre otros, no sería fuente de hybris, sino, al contrario, un punto de
anclaje y estabilidad frente a las divagaciones de un espíritu en libertad,
presto a envanecerse o perderse:
El cuerpo participa en
gran medida en nuestro ser, ocupa un lugar importante [...] Los que quieren
separar nuestras dos piezas principales y alejar a la una de la otra están
equivocados. Al contrario, han de volverse a reunir y acoplar. Se ha de ordenar
al alma no que se ponga aparte, que menosprecie y abandone el cuerpo (cosa que
sólo sabría hacer mediante alguna postura artificial), sino que se ponga de
acuerdo con él, que lo abrace, estime [...] lo espose y lo convierta en su
marido; porque todas sus acciones no parecen diferentes y opuestas, sino
acordadas y uniformes.[14]
El
cuerpo sería para Montaigne principio inmanente de medida, y serviría así como
norma para una moral privada de toda relación con el ser. Pasaríamos así del
tema de la inteligencia y la virtud de los animales al más esencial en el
pensamiento montaniano de la inteligencia y la virtud de la corporalidad
animal. Éste sería sin duda un tema epicúreo, pero en Montaigne la relación con
el cuerpo no sería inmediata, es decir, lo que en los clásicos daría pie a una
moral naturalista, una moral basada en una conciliatio inmediata, en
Montaigne, pasando por el filtro escéptico adquiriría toda su novedad al
proponer una moral relacionada con la naturaleza animal, sí, pero por vía de la
elaboración, de la construcción, no queriendo ignorar la parte propiamente
racional, aunque de una racionalidad cuidadosa y limitada, del ser humano.
[1] Sobre la localización exacta de esta
disputa en Montaigne, así como respecto de cualquier otra referencia a los Essais,
acudiremos siempre a la edición de Pierre Villey, indicando el tomo en números
romanos, seguido del ensayo y las páginas. En este caso, a propósito de la razón
proferida, sobre el lenguaje de los animales, el autor francés, alude a la
cuestión en un breve pasaje, II, 12, 452-454, mientras que sobre la razón
interior, los otros signos de inteligencia, reflexiona de manera más amplia,
II, 12, 454-482. Cuando citemos un texto en el cuerpo de la comunicación, salvo
indicación contraria la traducción será nuestra.
[2] Cicerón, Cuestiones académicas,
II, XXV, §§ 80-81, trad. de Julio Pimentel, UNAM, México, 1980.
[3] Platón, Teeteo, 154a, en Diálogos,
vol. V, trad. de María Isabel Santa Cruz, Álvaro Vallejo Campos, Néstor Luis
Cordero, Gredos, Madrid, 1988.
[4] Sexto Empírico, Esbozos pirrónicos,
I, XIV, 61, trad. de Antonio Gallego Cao, Teresa Muñoz Diego, Gredos, Madrid,
1993.
[5] No nos extenderemos en ello por mor de
la brevedad de esta comunicación aunque cabe señalar que dos son las premisas
en que se basa la conclusión relativista del escéptico griego, una que apunta a
la alteridad animal, la otra a la igualdad entre animales y seres humanos, con lo
que la “diferencia animal” jugaría a su vez con la “extrañeza” y con la “igualdad
en la distinción” que se seguiría de estas premisas. Ambas estarían presentes
en el autor francés, desarrolladas hasta sus últimas consecuencias.
[6] II, 12, 452.
[7] Plutarco, Trois
traités pour les animaux, trad. de Elisabeth de Fontenay, P.O.L., Paris,
1992, p. 196.
[8] II, 12, 466.
[9] II, 12, 601.
[10] Cicerón, De finibus, I, III y V;
Séneca, epístola 121 a Lucilio.
[11] II, 8, 386.
[12] I, 39, 247.
[13] III, 5, 879.
[14] II, 17, 639.