Presentación del
III Congreso Internacional de Antropología Filosófica
de la Sociedad Hispánica de Antropología Filosófica (SHAF).




El comité organizador del III Congreso Internacional de Antropología Filosófica, promovido por la Sociedad Hispánica de Antropología Filosófica (SHAF), eligió el tema “Identidad humana y fin del milenio” como marco para las intervenciones y debates que celebraríamos en Barcelona del 17 al 19 de septiembre de 1998, y cursó invitaciones a los ponentes, a los miembros de la sociedad, y a los centros de enseñanza media y universitaria donde previsiblemente podía haber profesionales interesados en el encuentro.
El resultado ha sido este volumen de 54 contribuciones (8 ponencias y 46 comunicaciones) que brindan una panorámica de los temas, los intereses y los trabajos de investigación por los que transcurre actualmente la Antropología filosófica española.
Hablar de la Antropología filosófica española es hablar de la Antropología filosófica en Europa, en occidente, y, en general, en el mundo, porque la filosofía en lengua española, es, junto con la que se hace en lengua italiana, la más universal en el sentido de la más abierta a las tradiciones filosóficas de otros países y otras culturas. En efecto, la filosofía española no está tan centrada de modo casi exclusivo en su propia tradición como lo está la filosofía anglosajona, y presta más atención que la filosofía alemana y francesa a otras tradiciones filosóficas ajenas a las nacionales. Como la italiana, atiende a toda la producción filosófica de los países occidentales, aunque, en contraste con la italiana, cultiva en débil medida su propia tradición de pensamiento y atiende menos la actividad de sus pensadores contemporáneos.
Así es la filosofía española actual, en parte porque no tiene una producción tan poderosa como para permitirse el lujo de la autarquía, y en parte porque, en los periodos en que se lo hubiera podido permitir, como los siglos XIII y XVI, se mantuvo abierta a todos los vientos y quizá eso marcó su estilo. Ahora, a finales del siglo XX, la actividad intelectual española, y dentro de ella la filosófica, vuelve a ser copiosa, atenta a todo, y muy viva. Las obras importantes de otras lenguas, también de las clásicas, han sido traducidas al español, están disponibles en nuestra lengua, y han sido discutidas e interpretadas. Eso da como resultado una cultura filosófica media sobre la cual puede desplegarse una producción propia, digna de que los intelectuales españoles le presten atención, una atención quizá semejante a la que prestan a la ajena, lo cual, en efecto, está empezando a producirse poco a poco en nuestras instituciones docentes e investigadoras, en las asociaciones científicas y en la opinión pública.
Sobre ese trasfondo intelectual se ha propuesto la cuestión de la identidad humana al fin del milenio, y el resultado ha sido una reflexión que da cuenta del tema extensa y profundamente. En primer lugar, las ponencias han sido programadas para que las respuestas no proviniesen sólo del campo de la Antropología filosófica, conscientes de que la especialización es en buena medida incompatible con la filosofía, y para que el análisis proviniera también de la metafísica y la teología (Raimon Panikkar), de la antropología cultural (Claudi Esteva Fabregat), de la filología y la literatura clásicas (Carlos García Gual), de la antropología filosófica (Javier San Martín y Jacinto Choza), de la ética (Victoria Camps) y de la filosofía política (Alberto Saoner y Walter Oswaldt). Junto a algunos invitados extranjeros, hemos contado con una buena representación de pensadores españoles, entre los que inicialmente estaban también Miguel Morey, Agustín González, Amelia Valcárcel y Gustavo Bueno, y cuyas aportaciones, por un motivo u otro, no han podido quedar recogidas en el presente volumen. De entre todos ellos queremos dedicar un entrañable recuerdo a Alberto Saoner, fallecido pocos meses después de la celebración del congreso, cuya muerte supone una importante pérdida no sólo para la Universidad de las Islas Baleares, sino también para la filosofía política española.
En segundo lugar las comunicaciones, 46 en total, provenientes de cinco universidades americanas y europeas (Mendoza, París, Porto, Roma y Tucumán), y de centros universitarios y enseñanza media de Barcelona, Bilbao, Cádiz, Castellón, Girona, Granada, Huelva, Las Palmas de Gran Canaria, León, Madrid, Málaga, Murcia, Navarra, San Sebastián, Santiago de Compostela, Sevilla, Valencia y Zaragoza. Las comunicaciones se programaron en cinco sesiones sobre seis temas: la identidad humana en las perspectiva de la cultura y la etnicidad, en la de la filosofía, en la de la ética, en la de la política y en la del arte y la religión.
La identidad humana no puede plantearse, y no se plantea, como un problema de identificación de unos fenómenos o de unas entidades en función de una categoría lógica o de una cualidad ontológica bien definidas, lo cual procede en el caso de que se disponga de un sistema categorial conmensurable con los fenómenos y adecuado a ellos. Los sistemas categoriales mismos son expresiones del ser humano, que los excede y los desborda por ser más rico y amplio que ellos, y esto es algo que la antropología y la filosofía del siglo XX han aprendido al tomar conciencia vital e intelectualmente de la pluralidad de las culturas y de los modos en que los procedimientos de la razón y del lenguaje se modulan en cada una de ellas. Es decir, han aprendido que la cultura es más radical que la razón entendida como el conjunto de procedimientos y constructos epistémicos desarrollados en la historia de occidente, y con arreglo a los cuales se ha definido al ser humano y se le ha identificado y clasificado. Por eso la dilucidación de la identidad humana requiere, antes de determinarla y para poder hacerlo, la atención a una ‘antropofanía intercultural’, a las manifestaciones de lo humano en las diferentes culturas, la cual, a su vez, no requiere de los constructos epistémicos del occidente en mayor medida que de actividades y actitudes que permitan la comunicación y la comprensión intersubjetiva, que no son de índole epistémica, sino práxica, y empática, y que suministran experiencias sobre las cuales puede ulteriormente trabajar la reflexión para proponer las características de una identidad humana que ha de quedar abierta a las experiencias nuevas que provengan de una comunicación intercultural permanente. Esa es la propuesta de Raimon Panikkar, en línea con las corrientes filosóficas occidentales que han registrado el impacto del concepto de cultura en el concepto de hombre, y en este ámbito temático se inscriben también las comunicaciones de Juan Masiá, Jorge Ayala y Marc Egea.
La antropología cultural analiza las entidades y las identidades culturales en función de unos territorios geográficos, de un medio, que en alguna medida determina los procedimientos de supervivencia en él, y sobre los que se elaboran, con mayor o menor autonomía, los vínculos de dependencia según el parentesco y los procesos laborales y organizativos, es decir, las relaciones establecidas en función de las actividades productivas, reproductivas y reflexivamente formalizadoras del grupo social. Es sobre este entramado cultural sobre el que a su vez se establecen las entidades e identidades individuales a tenor del nombre, los apellidos, el lugar de nacimiento, la edad, el sexo, la función social desempeñada, el prestigio social, etc.
Con todo el factor que en mayor medida determina la identidad colectiva y la individual es la historia vivida y recordada por el grupo y por los individuos, y esta historia registra también el proceso de interacción y de cambio de las entidades colectivas e individuales. Sobre el conjunto de estos fenómenos versa la ponencia de Claudi Esteva y algunas comunicaciones, como la de Montse Cañedo.
En el comienzo de la historia de la cultura europea la conciencia de la propia identidad se establece por primera vez en función de la lengua y por diferenciación respecto de la que hablan otros pueblos. Así es como se constituye inicialmente la conciencia de la Hélade, que no se funda en una raza, sino en el conjunto de ellas que hablan los diferentes dialectos de la lengua griega. Esta conciencia de la identidad colectiva, aunque se forma por contraposición a los otros, como los pronombres personales de singular y plural, no implica una consideración peyorativa de los otros en tanto que ‘bárbaros’. De hecho, la palabra ‘bárbaro’, proveniente de la expresión onomatopéyica ‘ba-ba-ba’ con la que se designa los que no saben hablar y balbucean, no se encuentra en Homero ni en los textos primitivos, y no aparece hasta la época clásica (por ejemplo, los pobladores de Troya no son bárbaros). De hecho, Heródoto estudia las costumbres de otros pueblos con viva simpatía hacia ellos y con la pretensión de que no se disuelvan en el olvido sus costumbres, sus modos de vida y sus hazañas.
La consideración de los otros como ‘bárbaros’ se consolida en la época clásica y después de las victorias logradas en las guerras contra los persas, que son capitalizadas políticamente sobre todo por Atenas. Sobre esa situación política y cultural es sobre la que Aristóteles, con talante conservador, elabora la teoría de la diferencia ‘natural’ entre griegos y bárbaros, esclavos y libres, mujeres y hombres. Con todo, el etnocentrismo clásico en general y el aristotélico en particular, queda abierto a las otras culturas y es crítico también respecto de la propia, debido a la peculiar actitud reflexiva y de indagación de los propios fundamentos que caracteriza a todo el pensamiento griego.
Por otra parte, si bien el etnocentrismo clásico responde al sentir común de una época, es impugnado también por no pocos contemporáneos que proclaman la igualdad de todos los hombres, entre los cuales se encuentran ciertamente los sofistas, pero no sólo ellos. Una de las posiciones más llamativas en cuanto al cuestionamiento de la superioridad de la racionalidad griega es la de Eurípides. A pesar de las críticas que le hizo Nietzsche como ilustrado, Eurípides es quien más pone de manifiesto la degeneración que puede afectar a un universo racional por la marginación de lo irracional, de todo aquello que no puede reducirse a razón. A este respecto, son particularmente ilustrativas Las Bacantes y Medea, donde el valor y la dignidad más altos aparecen en lo irracional y, más en concreto, en el dios Dionisos y en las mujeres, mientras que la racionalidad, reducida a mero cálculo y a conservación del orden establecido, aparece como mezquina y estéril.
De todas formas, el etnocentrismo de la época clásica desaparece en la época alejandrina, dado que Alejandro, que no siguió en este punto las enseñanzas de su preceptor Aristóteles, borró cualquier diferencia entre griego y bárbaro, concibió la identidad helenística como basada solamente en la lengua al margen de cualquier característica racial, y extendió la paideia griega a todos los pueblos del imperio. Este es el contenido que aporta Carlos García Gual al tema de la identidad humana y fin del milenio, y es también el tema que se debate en algunas otras ponencias (Elvira Burgos).
En Grecia es donde se da por primera vez una reflexión sobre los fundamentos de la propia cultura y una crítica de ella, y eso deja su impronta en su legado histórico y se deja sentir en la cultura europea a lo largo de sus diferentes épocas. Por eso Grecia es también el punto de partida para una filosofía de la cultura; es el que toma Husserl para elaborar su ideal de Europa y el que Javier San Martín retoma para establecer las líneas generales de una filosofía de la cultura.
La filosofía de la cultura es un campo abierto y desbrozado por la filosofía continental a comienzos del siglo, campo en el que se nutre Ortega para llevar a cabo sus propios desarrollos teóricos sobre la cultura y la historia, pero que queda colapsado pronto cuando las antropologías positivas se hacen cargo del tema y lo monopolizan como objeto de su actividad científica, hasta que a finales del siglo vuelve a emerger otra vez de la mano de la Antropología filosófica.
Las antropologías positivas tematizan la cultura como algo ya dado, sin una reflexión sobre su generación y fundamentación a partir de la estructura ontológico existencial del ser humano. Es el análisis de esa estructura, tal como es llevado a cabo por Husserl y Heidegger, con sus diferencias de enfoque y con sus aportaciones peculiares, lo que posibilita y hace necesaria una filosofía de la cultura a finales de siglo, después de que los estudios de las antropologías positivas han problematizado al máximo la realidad y el concepto de cultura y la relación entre las diversas culturas particulares.
Cuando Husserl aborda el tema de la cultura establece tres niveles de temas y de estudio; primero el nivel de la creación de cultura, segundo el de sedimentación de los elementos culturales, y tercero el de la asimilación, transmisión y transformación de la cultura. En este último nivel es en el que cabe distinguir la dimensión étnica (los elementos idiosincráticos, particulares y no transmisibles) de la cultura y la dimensión epistémica , la cual, en cuanto basada en el logos universal, es transmisible sin especiales traumas y determina el progreso del género humano.
El progreso cultural puede establecerse en términos epistémicos y de universalidad, y se manifiesta en cada una de las profesiones en las que dicho progreso se expresa, dado que el conocimiento es perfeccionamiento. Las profesiones son, por otra parte, el factor máximamente determinante de la identidad personal (de lo que cada uno quiere ‘ser’, y de lo que cada uno ‘es’), y también de la identidad europea, cuyo ideal se ha formado en torno al progreso del conocimiento. Las profesiones implican un perfeccionamiento científico, técnico y, en cierto modo, moral, especialmente aquellas que se constituyen como un fin en sí a diferencia de las que se constituyen solamente como un medio para otra cosa (que es el caso de las profesiones cuyo objetivo determinante es ganar dinero, y que por tanto tienen más carácter de medio que de fin).
De todas formas, las profesiones, ni siquiera las que son un fin en sí mismas, constituyen el último perfeccionamiento humano, que consiste en la excelencia moral, o sea, en la buena voluntad en la línea en que había sido caracterizada por Kant, y precisamente la referencia de la actividad profesional a la excelencia moral es lo que constituye la esencia de Europa, el ideal de la cultura europea, y el modo en que puede decirse que Europa es el telos propio de toda cultura.
La filosofía de la cultura husserliana no está desprovista de debates, y sobre los temas implicados en ella hacen sus aportaciones Mª Luz Pintos, Jesús Díaz Álvarez, y Juan Ramón Goberna.
El problema de la identidad determinada moralmente tiene su banco de prueba en el terreno político, donde las diferentes culturas entran frecuentemente en conflicto para procurarse un ámbito de expresión y de realización que garantice su persistencia. Este es el tema abordado por Victoria Camps, con especial referencia al conflicto de las identidades culturales que se registra en el seno del estado español. ¿Tienen derecho a su identidad los estados en contra de las nacionalidades?, ¿tienen derecho a su identidad las nacionalidades en contra de los estados?, ¿hasta qué punto?, ¿debe prevalecer la identidad de las nacionalidades en contra de la de grupos minoritarios, o la de éstos en contra de aquellas?, ¿en qué casos hay más vulneración de los derechos fundamentales de los individuos?, ¿es este derecho el criterio último para decidir sobre la legitimidad de las identidades políticas?, y, por otra parte, ¿son las identidades individuales y nacionales entidades estáticas o se ven alteradas por factores que operan diversamente a lo largo de la historia?, y esas alteraciones, ¿cuándo son legítimas y cuando son moralmente contestables? Estas son las cuestiones a debate en la arena intelectual y política de occidente, y en general de todo el mundo, y ahí es donde se concentran los mayores y mejores esfuerzos de los pensadores que trabajan en el ámbito de la filosofía moral y política. Sobre ese ámbito temático versan las comunicaciones de Albert Llorca y María del Carmen Schilardi.
El conflicto de las identidades políticas de los diversos grupos humanos, y de las personales de cada individuo, es un hecho que cabe considerar como un precipitado del nacimiento del estado moderno y de cualquier formación estatal en general. Dicho acontecimiento es el que marca el tránsito de las nacionalidades en cuanto que “comunidades” (Gemeinschaften) a las formaciones estatales en cuanto que “sociedades” (Gesellshaften) en el nacimiento de la edad moderna, pero también en los albores de las civilizaciones humanas, es decir, en el tránsito del “estado de naturaleza” al “estado civil”, ya sea un tránsito históricamente localizable o meramente teórico hipotético. Precisamente por tratarse de un problema muy específico del nacimiento de la modernidad es por lo que entonces se formula con máximo alcance histórico, para indagar en qué medida el nacimiento de la sociedad civil, vinculada a las formaciones estatales, significa la potenciación o la malversación de exigencias que pertenecen a la naturaleza del ser humano en tanto que individuo y en tanto que ser social. Y precisamente porque la crisis o el fin de la modernidad es una puesta en cuestión de sus presupuestos, es por lo que resulta pertinente volver a la cuestión del estado de naturaleza, justamente en relación con el problema de las identidades personales y nacionales, y eso es lo que hace Alberto Saoner.
Los tres modelos de estado de naturaleza elaborados en la modernidad son el de Hobbes, el de Locke y el de Rousseau, que aunque presentan variantes perceptibles, coinciden en los planteamientos generales, especialmente en la cuestión, que dejan sin resolver en el plano teórico, de por qué y cómo surgen las formaciones estatales siendo así que fácticamente no se muestran como probables y siendo así que moralmente no parecen completamente legitimadas. Esta deficiencia de causalidad eficiente y de legitimidad moral no es una cuestión meramente teórica porque afecta a los estados actualmente existentes, dadas las limitaciones que presentan en orden a promover y garantizar las exigencias inherentes al ser humano.
En las diversas corrientes interpretativas se ha considerado, con una simplificación excesiva, que el modelo hobbesiano correspondía a las concepciones del individualismo liberal propias de la derecha política, y el modelo rousseauniano al del republicanismo propio de la izquierda, y que cada una ha intentado dar una u otra configuración a las formaciones estatales modernas. En la situación actual de las sociedades civiles y de los estados nacionales o multinacionales, y correlativamente en la de la filosofía política contemporánea, esa simplificación no es ya sostenible por carecer de valor heurístico y no permitir, consiguientemente, la comprensión de las relaciones entre sociedad, nación y estado tal como se presentan en nuestro días. Pero los modelos de estado de naturaleza, tomados ex novo y como formulaciones abiertas, permiten abordar los problemas del presente en lo que se refiere a las relaciones entre individuo, sociedad, nación y estado. Sobre este tema también inciden las comunicaciones de Pau Arnau, Magdalena Bosch, Julio García Caparrós y Julio Seoane,
La autonomía individual propia de las sociedades occidentales ha sido posible mediante un largo proceso histórico en que se han conjuntado corrientes de pensamiento filosófico, político y jurídico, y corrientes del pensamiento y de la práctica económicos que se correspondían con las anteriores y que han dado lugar a la universalización del mercado, a la constitución de la sociedad de las profesiones, y a la formulación teórica y promulgación y tutela práctica de los derechos humanos tal como se encuentran en la actualidad.
En dicho proceso cabe distinguir tres momentos, el de la economía liberal, representada por Adam Smith, que se corresponde políticamente con las revoluciones americana y francesa, y filosóficamente con la concepción kantiana de la dignidad de la persona; el de la economía social, representada por John Maynard Keynes, que se corresponde políticamente con las revoluciones socialistas de la segunda mitad del XIX y la primera del XX, y filosóficamente con las concepciones hegeliana y algunas posthegelianas del estado como factor del orden social y como estado de bienestar, y, en tercer lugar, el de la economía postliberal y postsocial, representada quizá por J. K. Galbraith y Milton Friedman, y que se corresponde políticamente con las corrientes de descentralización y filosóficamente con los planteamientos existenciales, multi e interculturales de la postmodernidad.
El eje de la proclamación formal y real de la dignidad de la persona y de los derechos humanos, que culmina en la declaración de 1948, se puede pensar que es la constitución de la sociedad de las profesiones, posibilitada a lo largo de un proceso que va desde la consideración del trabajo en Grecia, Roma y el Medievo como una actividad ajena a o incompatible con la dignidad del hombre, hasta la consideración del trabajo como fuente y cifra de la dignidad y del sustento personal y familiar que se generaliza a partir de la universalización del mercado en el siglo de Adam Smith y Kant.
Este proceso lleva consigo una mutación en el concepto de riqueza, que va desde la concepción de la riqueza como derivada de los frutos de la tierra (fisiócratas) o de los metales preciosos que operan como dinero (mercantilistas), (y que es la vigente en la mayoría de los cuentos infantiles sobre piratas y tesoros, elaborados en buena medida en los siglos XVIII y XIX), a la concepción de la riqueza como aquello que resulta de la actividad humana y que los hombres intercambian entre sí (liberalismo y socialismo modernos).
Este concepto de riqueza, que es el formulado por Adam Smith en La riqueza de las naciones, es el que permite a cada individuo actuar de tal manera que su norma y su práctica de conducta económica y laboral pueda convertirse en ley universal, es el que permite concebir a la persona humana como dotada de dignidad y como fuente de valor, y, por tanto, el que permite considerar al hombre efectivamente como la medida de todas las cosas en el orden económico y laboral.
Eso es la sociedad de las profesiones, un tipo de práctica humana que brota de la libertad individual y que suscita desde sí misma (oferta) los medios de la propia subsistencia. El primer modelo formal de esta práctica es la actividad de las ordenes mendicantes, actividad mediante la cual unos individuos suscitan mediante su actividad los medios para la propia subsistencia en la forma de limosna; el segundo es la de los peritos renacentistas, que suscitan también mediante sus productos los medios para su subsistencia en la forma de mecenazgo, y el tercero, mediante la universalización del mercado, la actividad de todos los profesionales, que obtienen también por su actividad los recursos necesarios para su mantenimiento en la forma de salario.
Los desajustes que tras la universalización del mercado se producen en los procesos económicos a lo largo del siglo XIX lleva a la revisión de los modelos teóricos de la economía clásica y a las prácticas del protagonismo creciente del estado como agente económico. Estas prácticas alcanzan en Keynes su fundamentación teórica, la cual constituye, a la vez, la teoría que legitima y potencia esas mismas prácticas que, a lo largo del siglo XX, hacen posible el estado de bienestar y la proclamación de unos derechos humanos y sociales garantizados y tutelados por los recursos económicos que el estado mismo gestiona, que llegan a ser a finales de siglo la mitad de los recursos totales de las sociedades nacionales.
La concepción y realización de un humanismo basado en la dignidad de la persona tiene como correlato esos cambios en los procesos económicos prácticos y en sus correspondientes concepciones de teóricas. A finales del siglo, y del milenio, las posibilidades de mantener las mismas garantías políticas y sociales pasan, al parecer, por la alteración de las prácticas económicas en la línea de la descentralización y reprivatización, es decir, por la transferencia de la responsabilidad sobre ese humanismo del estado a los ciudadanos. Así es como aparece en algunas prácticas económicas recientes, y en las concepciones teóricas de Galbraith y Friedman, entre otros.
Ese es el contenido de la ponencia de Jacinto Choza, y sobre los problemas relacionados con él versan también las comunicaciones de Luis Miguel Arroyo, Pablo López y Fernando Peligero.
Finalmente, la ponencia de Walter Oswaldt, que actualiza los planteamientos del liberalismo primitivo ‘auténtico’ en contraposición al liberalismo ‘relajado’ que se ha practicado en occidente, es una propuesta de realización práctica y radical de los derechos humanos y los derechos fundamentales para la totalidad de los seres humanos, mediante la aplicación de algunos principios liberales básicos y que han sido marginados hasta ahora, a saber, la disolución de las grandes masas de capital y la implantación efectiva de una libertad de mercado que permita concurrir a él a todos los individuos en igualdad de condiciones. Esta propuesta llevaría también consigo, en el parecer del autor de modo inmediato, la tutela y garantía de mantenimiento de la base ecológica de la existencia humana. En este planteamiento, quedaría superado también el antagonismo entre las posiciones liberales y socialistas, y quedaría garantizado el humanismo de la dignidad de la persona de un modo efectivo para todos los habitantes del planeta.
El resto de las contribuciones que no han sido mencionadas, en las que cabe destacar una calidad al mismo nivel que las ponencias, abordan también el tema de la identidad humana en otras perspectivas no menos importantes, a saber, la de los mitos, símbolos y expresiones artísticas (como las de Raúl Fernando Nader, José Angel Romo, Alfredo Martínez, Isabel Ruiz de Temiño, Cristina Bulacio, María García Amilburu, Joan B. Llinares, Pedro J. Herráiz, Octavi Piulats y Xavier Serra); la perspectiva de la corporalidad (Blanca Castilla, Karina P. Trilles, y Rafael Rodríguez Sánchez); la perspectiva de la psicología y la sociología ( Imanol Ilarraz, Mónica Rufino, Mª Victoria Fernández Puig, Mª José Montes); la perspectiva de la metafísica y la epistemología ( Javier Escribano, Jesús de Garay, Joaquín Jareño, Ramón Lucas, Carlos Ortíz de Landázuri), y la perspectiva de la historia de la filosofía (Angel León, Gemma Lacasa, Gonçal Mayos, Josep Martínez Santafe y Juan Antonio Moreno).
Ese es el contenido de las ponencias y las comunicaciones de este volumen, que ciertamente arroja no poca luz sobre el problema de la identidad humana en el fin del milenio, y que ha sido posible por el trabajo de muchas personas, entre ellas los autores de los trabajos, y a todas quiero expresar aquí mi gratitud.

Jacinto Choza
Sevilla, 24 de junio de 1999